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Templo mayor de la ciudad de México: radiografía identitaria

Imagen: slightheadache / flickr

La fundación del Templo Mayor tuvo lugar en el siglo XV, pero su apertura al público data apenas de los años 70 del siglo XX. Se trata, en realidad, de una serie de templos construidos unos sobre otros en diferentes etapas y por distintos gobernantes. Sin embargo, su importancia histórica no se reduce a un sitio de culto sino al epicentro de la vida económica de México, como sigue siéndolo.

Y es que el trayecto mismo para llegar al Templo Mayor convoca al turista o al paseante a una travesía por lo más intricado de la identidad nacional mexicana. En el Zócalo capitalino se encuentra la plaza misma, flanqueada por dos de sus extremos por el Palacio de Gobierno y la Catedral Metropolitana, sedes de los poderes del Estado y de la Iglesia, respectivamente; fueron los procesos “civilizatorios” de la Conquista española y virreinal, a partir del siglo XVI, los que recluyeron la base indígena del pasado mexica en una esquina apartada del mapa simbólico del país.

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Lo indígena, para el mexicano actual, está recluido en el museo o bien pasa sin ser visto en las principales calles de la ciudad, donde las comunidades indígenas luchan por mantener una vida digna a través de la migración, además de comercializar todo tipo de productos, desde comestibles hasta accesorios de ornato personal.

Por paradójico que parezca, el Templo Mayor está inundado de reliquias semejantes que, más que ser una rareza arqueológica e histórica, cuentan lo que la ciudad de México ha sido y sigue siendo en nuestros días: una colmena comercial donde se dan cita los más valiosos productos del imperio.

Sin embargo, vale mucho la pena visitar el museo de sitio del Templo Mayor si se espera llegar a atisbar la construcción de la identidad nacional en su más cruda esencia: el empalme de las dinastías simbólicas y políticas que destinan a un proceso de “ruinificación” y museificación un pasado que no sabe cómo asumir.

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El visitante puede aprender mucho acerca de la cultura precolombina a través de las representaciones de Coyolxauhqui, la diosa de la Luna, cuyo antiguo esplendor es devuelto momentáneamente por una serie de proyectores que “pintan” los restos de la piedra de 11 toneladas tal como fue hace siglos, restableciendo momentáneamente su esplendor original; o admirar la estela que representa a la diosa solar Tlaltecuhtli, mayor en tamaño al calendario azteca, con 12 toneladas de peso y descubierta en los trabajos de remodelación de los inmuebles aledaños en 2006.

Pero no es necesario remover los cimientos y encontrar a una diosa durmiendo debajo de la tierra: con apenas remover un poco la capa de civilización, nos encontramos dominados por los mismos impulsos que los mexicas supieron representar iconográficamente en la piedra. Visitar museos y contemplar ruinas en el papel de turistas nos pone en la posición de vencedores, de los que están en posición de juzgar el pasado. Visitarlas no como un atisbo del pasado, sino como el inevitable destino de todo imperio, nos hará percibir en toda su trágica belleza el esplendor de las ruinas del Templo Mayor.


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