Jorge Ibargüengoitia es, doblemente, un imprescindible del canon literario mexicano y al mismo tiempo uno de sus integrantes más atípicos. A diferencia de otras tradiciones literarias, en la mexicana la solemnidad casi siempre triunfa sobre el humor, y la gravedad sobre la ligereza, lo cual, sin embargo, no ha impedido que la literatura festiva y satírica se haya consolidado con autores de inventiva mordaz, de José Joaquín Fernández de Lizardi al mencionado Ibargüengoitia.
Y si bien Ibargüengoitia se reconoce sobre todo por su ingeniosa deconstrucción de al menos tres símbolos mayores del nacionalismo mexicano —la guerra de Independencia, la Revolución y la provincia mexicana—, también posee un amplio acervo periodístico en donde un poco involuntariamente, como por casualidad, terminó convirtiéndose en una especie de anticronista de la vida en el Distrito Federal. No uno como Artemio del Valle Arizpe o Salvador Novo, quienes documentaron con detalle y oficio los hechos de la capital, sino quizá uno más bien fortuito, que sin quererlo se encontraba en medio de situaciones netamente chilangas, como la del dueño del puesto callejero de tacos que lavaba sus utensilios sobre el drenaje público justo cuando él caminaba por ahí, o la demorada caracterización del burócrata “inventor de trámites” que desde mediados del siglo XX forma parte ineludible de la fauna capitalina.
Escribe, por ejemplo, Ibargüengoitia, en un artículo de 1971 a propósito del uso indiscriminado del claxon (“El Arauca vibrador. Psicoanálisis del que abusa con el claxon”):
En efecto, lo primero que aprende a hacer un niño mexicano al llegar a este mundo, es llorar para que se atienda a sus necesidades. Lo siguiente que aprende es a tocar el claxon del coche de su papá, con el mismo objeto. Y toca el claxon y toca más, y al cabo de cincuenta años sigue tocándolo con esperanzas de lograr con ello fines tan diversos como: hacer que un coche descompuesto que obstruye la circulación se componga súbitamente y eche a andar, o bien, que se esfume con todo y ocupantes; avisar a los conductores de vehículos que viajan por las calles transversales que se les acerca un coche conducido por un individuo que está dispuesto antes a morir que a ceder el paso; avisar a unos niños que están desayunando que ya se hizo tarde para llegar a clases; avisarle a una criada reumática y atareada que ya llegó la patrona y que está afuera de la puerta, con el coche atravesado, entorpeciendo el tránsito y la llave de la puerta en la bolsa, pero sin ganas de bajarse a usarla, etcétera.
Al leer artículos como este —dispersos en libros como Autopsias rápidas (1988), Instrucciones para vivir en México (1990) o La casa de usted y otros viajes (1991), editados por Guillermo Sheridan— queda la sensación de que hay uno o varios fragmentos de la ciudad vivida por Ibargüengoitia que aún persisten, que se pueden encontrar en una caminata cualquiera, a las orillas de un lote baldío o en la conversación imprevista con un vendedor de los que todavía andan de puerta en puerta por las colonias del DF.
Twitter del autor: @saturnesco
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