Presumiblemente, una de las siete ermitas mandadas a construir por Hernán Cortés durante la época de la Conquista también es una pequeña iglesia enclavada en medio del callejón de Manzanares, en el barrio de la Merced, a la que no le caben más de 20 personas y que, por otro lado, es el templo preferido de las sexoservidoras y raterillos del lugar para pedir milagros y exculparse. La leyenda dice que los amantes de lo ajeno, cuando le piden a este Jesucristo –que está retratado o, más bien, esculpido con un rictus de apacibilidad y dulzura, en una actitud de serenidad y humildad rayana en la abnegación, en un apasible estado de ausencia, con su corona de espinas y ataviado con una túnica blanca–, deben dejar de robar por lo menos durante 24 horas, para que luego no los agarre la “tira”.
La capilla fue blanco de este grupo social gracias a otra leyenda que habla de un tal “Encuera Cristos”, judío que se apropió de las joyas del santo y mientras pudo capitalizarse y salir de la miseria se las quedó, luego montó un negocio como prestamista que floreció en aquella época a la par de la Merced y, ya rico, regresó las reliquias. El meollo del asunto está en que la capilla de Manzanares, mejor conocida como “la iglesia de los rateros”, es uno de los edificios que guardan mayor historia en el centro histórico de la ciudad de México por su antigüedad pero, sobre todo, por sus feligreses.
Los feligreses: las putas
“Puta” es una simple contracción de la palabra “prostitución”, que viene del latín prostituere. Han atribuido el uso de la contracción a cierto hecho histórico que ocurrió durante la conquista de los romanos a los griegos: aquéllos veían en las mujeres de los griegos gran intelectualidad y cultura y las llamaron putare, o sea “pensadoras”. Palabra peyorativa, ha encontrado una gran cantidad de sinónimos y no es de extrañar que, en medio de nuestra cultura fálico-occidental, los términos para calificar a los hombres que ejercen esta profesión -es decir, dar sexo a cambio de dinero- no tengan tantos sinónimos en el caso masculino: gigoló, chichifo, prostituto.
Para no reducir diremos que las podemos llamar dama de compañía, Astarté, felatora, ahuiyani (en náhuatl), cortesana, Militta, prosti, loba, Afrodita, jinetera, meretriz, escort, Licia, furcia, bella, pupila, ramera, galla, cuero, lupa, mujerzuela, pupila, zorra. En fin; es el hombre el que las denomina, también quien las explota y, a la vez, la víctima de sus encantos.
Los feligreses: los rateros
Las definiciones pueden variar. Hay quien lo hace por necesidad, quien heredó el puesto de su padre y quienes simplemente son amantes de lo ajeno. Los hay muy ambiciosos y poderosos; a esos no los conocemos porque nunca nadie los agarra. Los hay de otra calaña, aquellos que le roban al rico para dárselo a los pobres, que realmente escasean. No sé si tengan ética, pero en todos los oficios la tienen. Es un oficio arriesgado y con pocas prestaciones.
Los feligreses: yo
Conocí a Rosy tomando fotos para hacer este artículo. Yo no le hablé; fue ella la que inició nuestra conversación, luego de verme con sencilléz pero no sin demanda y curiosidad:
“Tú no eres de aquí…”, dijo.
“Ando haciendo fotos para una reseña. ¿Me podrías dar una entrevista?”, le contesté.
“¿Me vas apreguntar por qué soy puta?”.
Entonces recordé aquello por lo que pasaron los romanos, y le dije: “No; lo que quiero saber es qué o quién te obligó a dedicarte a esto”.
“La fatalidad”, me contestó y, de manera estúpida, seguí en mi viaje intelectual, pensando en que me lo decía citando las ultimas palabras de Carlos Bovary.
Pasé a otra pregunta que en realidad no había previsto hacerle. Para la segunda respuesta, noté que algo la incomodaba y que mientras me decía todo esto se bajaba el vestido negro entallado que usaba, con la mano izquierda sostenía su bolso (uno muy feo, color verde) y con la otra escondía una bolsa de plastico, negra, entre las piernas. La pregunta la hice imaginando lo peor: que se escondía ahí o que le “guardaba” a alguien más la bolsa, y dije:
“¿Por qué vienes a este sitio?”.
“Pues no vengo a tomar ni a putear; eso te lo aseguro”, y se rió. Y su sonrisa me pareció además de dulce, sincera. Movió los ojos bruscamente hacia la entrada. Volteé casi instintivamente al ver cómo el rostro se le había llenado de miedo, y vi a un hombre que comenzó a gritarle:
“¡Conque aquí estás, hija de la chingada; dame mi dinero!”.
Luego aquel hombre tuvo en cuenta que yo estaba ahí y se acercó, apartándome con una mano. Yo no hice nada más que asegurar mi cámara y enfilarme hacia la entrada. Solo escuché que aquella morena de culo parado y piernas contoneadas me decía, mientras forcejeaba con el truhán, “Me llamo Rosy, papito, búscame en San Pablo”.
Salí pálido y corriendo. Luego, dos cuadras más adelante, pensé que no le había hecho las únicas preguntas que realmente le quería hacer: “¿El Cristo es milagroso?”; “¿Conoces algún milagro que haya hecho?”. Esas eran dos preguntas para las cuales yo mismo tenía respuesta: seguía vivo. Sólo suspiré y me fui pensando en qué diablos es eso de la fatalidad.
Twitter del autor: @betistofeles
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