Después de una noche de lucha libre

Aun antes de que existiera el concepto “contracultura”, la lucha libre ya era contracultural. Esto quizá sea una exageración y algo que puede estar fuera de lugar si se habla de lucha libre —endosar una categoría pretenciosa a un entretenimiento popular—, pero en cualquier caso es una forma de dar cuenta de esa época un tanto romantizada en que un niño mexicano sabía quién era El Santo y al mismo tiempo ignoraba quién era Superman.

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La lucha libre se debate entre el entretenimiento y el deporte. Algo tiene de circo y malabareo pero también de baile y gimnasia. Por momentos es grácil y en otros es tosca. Despierta el asombro y también la risotada. Quizá por eso la lucha libre mexicana acepta tan de buen grado el gentilicio. Es menos una acotación que casi un título, una marca de familia. Si todavía es posible decir que el mexicano es de tal o cual forma, quizá ese es se encuentre casi obvio durante una noche de lucha libre. En el ring y fuera del ring. En los gritos y los ademanes. En el humor con que ciertos luchadores se manejan. Como ciertos chistes en las obras de Shakespeare que sólo comprendían los contemporáneos de Shakespeare, así también las cosas que hacen Felino o Mr. Niebla y que el público premia con la risa o con el abucheo.

Sí: en la lucha libre el abucheo también es un premio.

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No es que la lucha libre no cambie —y, por eso mismo, parezca que siempre se habla de ella en los mismos términos— sino que, quizá, hay ciertas cosas de la cultura que cambian lentamente —tanto que, para muchos, parecen siempre las mismas. La lucha libre es un carnaval barroco donde los contrarios se encuentran y se funden en la solemnidad de la gracejada. Suena a algo que pudo haber dicho cualquier intelectual de esos que condescienden a pasar lo popular por sus filtros librescos. Qué hacerle. Eso también es México.

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Desde niño siento feo cuando desenmascaran a un luchador. Y supongo que eso le pasa a muchos, sin importar que el derrotado sea o no de nuestras simpatías. Los casi siempre elaborados diseños que eligen para construir su identidad arriba del cuadrilátero, contrastan notablemente con los rasgos comunes y corrientes que se descubren cuando el vencedor arrebata la máscara al vencido. Ahí abajo estaba otro mestizo. Casi siempre uno que se ajusta a eso que discutiblemente consideramos la medianía fenotípica y aun socioeconómica del mexicano. Un hombre que quizá, si su destino hubiera sido otro, estaría detrás de un puesto de tacos, o manejando un taxi, quizá como dueño de una tienda, un contador que es también el primero en su familia en alcanzar la escolaridad universitaria. Quizá también por eso, secretamente, la lucha libre no ha dejado de ser popular.

Pero sí siento feo.

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Debe de haber una parte de nuestro cerebro, moldeada culturalmente, que necesite creer en héroes. También puede ser una necesidad simbólica. Más en un país como el nuestro. Hay buenos y hay malos y a veces los buenos ganan. A veces el héroe se lleva la noche y otras es defenestrado por su antítesis. El rey hay muerto, viva el rey.

*Un agradecimiento especial a Gala Lutteroth por la invitación a las luchas.

Twitter del autor: @saturnesco


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