Igual si que lo probé ya no me acuerdo –dijo–pues este pozole en realidad no
es como el pozole de los aztecas –dijo Epifanio– no la amoles –dijo Lalo cura–
pues así es, los aztecas cocinaban pozole con trozos de carne humana
–dijo Epifanio–.
Roberto Bolaño, 2666
La historia del pozole bien podría servir para explicar algunos obscuros pasajes caníbales de nuestra cultura desmentidos por las versiones oficiales, sospecha equívoca de un cansino discurso que busca en el pasado un presente diseñado: si los mexicanos somos violentos y hemos aguantado décadas sangrientas y disfrutado del desmembramiento, todo se reduce a nuestro instinto caníbal, que bien a bien no ha sido comprobado.
Estudios recientes describen tumbas en las que fueron encontrados objetos de cocina acompañados de osamentas de niños. Mal pensado aquel que argumente: lo hacían tratando de calmar la rabia de un dios con obsidianas entre los mazos y, como máscara, picos de águilas y quijadas de jaguares.
Todo es explicado; reinaba la desazón delante de la muerte, nadie había explicado que llegaría la penicilina, la hambruna los perseguía y con ella, un mundo se preparaba para eliminarlos, romper su unidad étnica y diseminarlos, pues los nuevos dioses, amos de la guerra y la doble moral, no concedieron el honor al contrincante de ser comido para tomar su espíritu o al niño de ser inmolado como en el desierto lo hicieron los adoradores de Moloc en el Antiguo Testamento.
La muerte se quiebra sólo delante de la muerte: el sacrificio aquieta.
Seguimos comiendo pozole, una tradición que nos resguarda en una memoria primigenia, nuestra condición de rapaces; no es sólo la violencia que nos rodea históricamente sino que, además, hoy nos muestra cuánto seguimos disfrutando de los sacrificios guturales. No nos comemos gracias a que hemos simulado en nuestra cazuela, que ahora está llena de carne de pollo, puerco y derivados que no le irritan el estómago al vegetariano. Gracias a la mezcla inconclusa que el pozole como platillo muestra en cuanto al orden de los ingredientes –caldo que contiene granos de maíz en el fondo– que lo integran, en su aspecto más terminado debe mostrarnos los pedazos de carne para que sea apetitoso. Nuestro sacrificio con la muerte está, al menos, imitado. Una posibilidad para distraer a la muerte. Tal vez sea la falta de deglución la que ya no tiene satisfechos a los dioses antiguos del Mictlán y el déficit no lo pasan actualmente; escenas gore se reproducen en los videos caseros: carnicerías y amenazas de venganza entre los cárteles, alzamientos de la improvisada resistencia y violencia grabada que no habíamos imaginado. Estamos atrapados en una pesadilla, pero no todo está perdido. Al menos, nos quedan suposiciones: no nos comeremos mientras exista el pozole; comeremos calaveritas de azúcar y amaranto que se venden los días de los santos difuntos; nuevamente, festejamos porque nos vamos a morir. Nos comeremos nuestro pan de muerto con delgadas tiras de masa que simulan huesos; seguirá habiendo momias de dulce y cráneos de chocolate adornados para la fiesta con colores luminiscentes que aseguran distraernos mientras llega la verdadera huesuda con su guadaña afilada.
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