Esta reseña debería ser escrita por un beat. Yo no lo soy, pero podría jugar a ser un periodista mamarracho y juguetón como Hunter S. Thompson, y armar mi recorrido por las cantinas más baratas como si no hubiera una trama. La hay: buscar estar nuevamente borracho. Primero, al levantarse hay que esnifar para recordar cómo se sienten todos esos directores, todos esos presidentes, los reyes del mundo, y comprar una polla en la esquina de Aldaco para alivianar la cruda del día anterior. Luego, sugeriría:
Río de la Plata
Ahí llegaría temprano. Tal vez sea, en el Centro, una de las cantinas más visitadas por la “chaviza”, porque la cerveza la venden en 17 pesos. Se encuentra en República de Cuba 39. Se han ido los días en los que la banda hipster de las afueras del Centro tomaba el lugar como un sitio de moda; ahí iba con mis amigos y fumábamos marihuana en la esquina, haciendo como que hablábamos por teléfono o yendo hasta la calle siguiente rumbo al Eje Central, sorteando patrullas y policías caza-marihuanitos y a las afueras de la casa –en el callejón Héroes del 57 número 25– que vio nacer a nuestro líder transexenal, Fidel Velázquez, a echarnos un gallo para regresar a intentar no pagar la cuenta. Hay que tener cuidado, pues si te emborrachas duro terminas pagando hasta de más. No es culpa de los meseros; es una somera barbarie que se levanta cuando el sitio está atiborrado: pendejo el que se deje. De tanta fama y tan buen negocio resultó que ya hay otras dos filiales casi pegadas al local. Su dueño es famoso por su mal carácter; le apodan “el Menotti” y se presume que pocos meseros lo aguantan (siempre están solicitando). Hay música en vivo, charanga en la rockola de la planta baja y un grupo en el primer piso.
Los Jarritos
Sigue la borrachera. Inhala más frula; puedes fumarte un porro de marihuana, pero el desequilibrio se acabaría –¿para qué echarte una raya para luego pachequearla?–. Enfrente del Río de la Plata está Los Jarritos (en Allende 32), una cantina que ha soportado la prosperidad del Río de la Plata, para mantenerse en un ambiente amarillo por el color de las paredes, que incluye fauna nociva pero muy respetuosa de dos y seis patas y un no menos importante techo del que cuelgan macetas de plástico, ruedas de carreta, herrería, máscaras y objetos que sólo sirven ahora de recuerdos -como algunos de los borrachines postrados ahí, a la mitad de la tarde-. Una rockola acompaña está desesperanza; un poco del tiempo se ha quedado allá por los setenta, ¿o cuarenta? Las meseras son musculosas y amables; visten faldas cortas y el maquillaje no alcanza a disfrazar la edad por completo y con esa visión surgen las preguntas: ahogarte en una vaso de cerveza, ¿es tan pequeño el mundo? Mejor más nieve; sólo que el baño de Los Jarritos no es lo más inspirador que hay.
La Mascota
Es hora del refill; sólo hay que caminar unas cuantas cuadras sobre Bolívar para alcanzar sobre Mesones 20, en la cantina La Mascota, comida. Por una chela que te cuesta 50 pesos te dan abundante botana. No todo está perdido; el chiste es conectar la borrachera. Este es un buen espacio para recordar el inicio de las cantinas en siglo pasado. Hay múltiples posibilidades; que tu bebedera se apacigüe o que entre en una nueva dimensión: la de los beodos irredentos, aquellos que se bajan la ebriedad consumiendo canciones o dando abrazos sin razón, todo sea por el patetismo de restarle importancia a la trama dentro de la briaga, acabar con la conciencia. En La Mascota hay un ambiente familiar, como si al serlo se hiciera poco más venturosa la estancia ahí, medio desesperado y viendo hacia todos lados, e ir al baño sin que nadie te vea, ya necesitas otro jale e imaginas que, si no lo haces, estarás triste o por lo menos ansioso y un poco desesperado, esas son las secuelas luego de subir a una volátil cima del mundo. Nada más lejos. La Mascota te mastica o te prepara hacia un segundo efecto: para la parranda y para no meditar sobre todo lo torpe que hay en el mundo, vivir para padecer la gripa colombiana.
No es tan malo; es sólo “polvo de hadas”.
Balangah
Frente al Claustro de Sor Juana, tras una pequeña alameda de árboles, algo después de las bambalinas de los bares que se encuentran en la esquina, en la calle San Jerónimo, luego de un deportivo que cambia continuamente sus paredes o más bien las presta para que hagan graffitis, se encuentra esta covachita; en su interior hay retratos de Thom Yorke, figura decadente de un grupo muy exitoso. Hay un desaliño total; parece que todo hubiera sido improvisado; por eso hay que controlarlo con más cuncha. Hay mezcal y las chelas en 15 pesos. Hay artistas y personajes que rondan a su alrededor. El Chuby’s es uno de ellos, se sabe de memoria la carta que el Che Guevara le escribió a sus hijos; no se habla mas de él pero ese lugar parece su pequeño infiernillo, no hay día que falte y aparente estar formidablemente borracho. Dicen que es parte de una familia de abolengo; no trabaja y se la pasa de briago, estudiando arte y, si no, por lo menos imitando las pedas de campeonato que se meten. El baño es horroroso pero no el ambiente; la briaga se puede multiplicar y dirigirte hacia ninguna parte: tal vez te vomite hacia la estatua de Sor Juana, que se encuentra sentada viendo hacia su Claustro como un fantasma viejo que dialoga con el silencio. ¿Acaso piensa en dejarse morir haciendo poesía? ¿O nunca la quiso hacer? O pensaba que ya lo había hecho todo y era hora de morir sin morir: ya habitaba en lo que escribía, el cuerpo era un ser condicionante e innecesario. Me parece (y más briago) que en la plazoleta ella se ve amenazada con tanto juego y otras esculturas de seres acuosos y figuras cortantes y pintadas de rojo, que empañan la quietud de la estatua y su semblante.
¿La cantina Dos Naciones o el Barba Azul?
Para finalizar diría que en ese momento tu cabeza ya no está al acabar tu cuello; no es posible concentrarse en una respiración y habitar en el presente. No hay ancestros ni raíces, la ventaja de ser inmediato: no hay nada profundo y reflexivo. Intemperancia y también fatiga. Baco es ingrato: siempre pide más; no basta con habitar un sexo, te pide que seas dimensional. Ir y venir desde tu centro hacia el inconsciente.
Recuerdo la historia de Canción de tumba, de Julián Herbert: un hombre relata su vida a lado de su madre –que fue prostituta–; agoniza en un hospital gracias a un cáncer terminal. Su fantasía se multiplica y se apodera de él: la mitad de la fantasía la crea la blanca, la otra mitad pertenece a él. Y para esos momentos ya es imposible definir qué es lo que se necesita (seguir la borrachera o meterte más pala).
Se necesita una chica. En la cantina Dos naciones hay ficheras que bailan contigo por 20 pesos. La mujer más hermosa de la administración en la Facultad de Ciencias Políticas, ojo azul y alta, bailaba ahí. Un día la saqué a bailar y le pregunté que si también tenía un puesto en la burocracia de la UNAM pues no era necesario estar en ese lugar. Me dijo que lo hacía por puro placer y creo que olió mi blanca; me dijo que nos fuéramos y me metió en un edificio hasta la azotea. Practiqué varios fetiches: aspiré caspa del Diablo en sus enormes tetas, le pasé un poco con la lengua, nos besamos y también mariguaneamos, me dio de una licorera; me quedé tirado y borracho. Me despertó la luz del mediodía siguiente; por supuesto, se llevó toda mi falopa.
Sé donde encontrarla, pero no sé si tenga el valor de reclamarle algo; yo hubiera hecho lo mismo.
Leave a Reply