La encantadora discreción del Museo Experimental El Eco

 Hay recintos que por una combinación de circunstancias culturales, arquitectónicas o metafísicas, emanan un halo extraño, por momentos encantador y por momentos intrigante, misterioso. Tal es el caso del recinto que hoy aloja al Museo Experimental El Eco, construido en 1953 y poseedor de una improbable historia.

En 1952 el empresario Daniel Mont se acercó al escultor Mathias Goeritz, para comisionarle una inusual misión: construir un edificio que sirviera como plataforma de exploración artístico-funcional, inédita y que en sí misma fuese una obra de arte.

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Considerando que no era arquitecto y que la única instrucción que recibió fue “Haga lo que se le dé la gana”, Goeritz se abocó a construir una escultura habitable, tomando en cuenta el Manifiesto de Arquitectura Emocional. El espacio que emergió representaba una afrenta contra el funcionalismo de aquella época, y terminó por dar vida a una fascinante hibridación que servía como un laboratorio multifacético de creación, experiencia y exhibición.

Poco después de su inauguración, El Eco se sumergiría en una accidentada secuencia de transmutaciones acorde a una especie de genética embrujada: el sitio fungió como restaurante, bar, como cabaret clandestino lésbico-gay (por cierto, el primer espacio de este tipo en la ciudad), como un teatro isabelino y como foro teatral. Fue hasta 2004 cuando, ante la posibilidad de que fuese demolido el inmueble para construir un estacionamiento público, la UNAM lo adquirió para restablecer su propósito original: la experimentación artística.

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La discreción que ostenta desde el exterior contrasta con la férrea personalidad que proyecta una vez adentro. Independientemente de la exposición en curso, el edificio mismo y la historia que lleva tatuada garantizan una experiencia por lo menos interesante. Por otro lado da la sensación de que un espacio con tal linaje y explícitamente creado para la libre exploración pudiera arriesgarse más en su oferta al público y jugar un rol más relevante dentro de la escena cultural del DF.

En todo caso vale la pena dedicarle un par de horas de tu vida a visitarlo, a sentir sus muros y fantasmas, y a comprobar si el genial Goeritz logró crear un espacio que indujera la interacción emocional en cualquiera que lo visite.

Twitter del autor: @ParadoxeParadis

 

 


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