Las cantinas tienen una gran significación en la cultura mexicana. Las tabernas del siglo XVI fueron evolucionando hasta las cantinas que aún hoy arropan las alegrías y pesares de cientos de almas. En un inicio, estos lugares de una tradición netamente masculina daban resguardo a los varones que buscaban un buen trago; un sitio de convivencia pero, a gusto de los comensales, también de infinita soledad: ¿no es la fiesta, en realidad, una simbiosis entre estos dos estados?
En México, las cantinas obtuvieron sus primeras licencias a finales de 1800. La Peninsular, en la ciudad de México, obtuvo su registro en 1872, el mismo año en que lo alcanzó la famosa cantina El Nivel, considerada la más vieja de Latinoamérica. De esta forma, hoy La Peninsular ocupa su lugar.
Con una holgada barra de casi 6m, miles de hombres y muchas menos mujeres -pues abrió para las ellas hasta 1982- han desfilado en este espacio de techos altos. Plagado de leyendas, se dice que este fue un emblemático refugio de Pancho Villa. Fue también, por ley, obligado a ofrecer comida para que los asistentes salieran menos ebrios del sitio.
En el lugar aún hoy los asistentes juegan dominó o dados con un acompañamiento de “botanas” como sopas, carnes en salsas picantes, tostadas o quesadillas, taquitos de cecina, caldos (de pollo, mole de olla, res o migas), etc. Recientemente fue remodelado pero, aún hoy, pintan sus paredes publicidades chuscas como un permiso firmado por la “señora” y la suegra para que el marido se divirtiera sin tapujos.
Visitarlo es un compromiso con la historia y tu cultura culinaria del DF. Estando ahí, es casi imposible imaginar las historias que se sucedieron. Este espacio es, y fue, refugio para almas necesitadas de un poco de eso que trasciende la embriaguez y que se fragua únicamente en la espaciosidad de las cantinas.
Leave a Reply