“Recorrer México DF depara sorpresas numerosas”, dice Juan Villoro en un ensayo. “Todos los días circulan bajo tierra 5 millones de usuarios de metro. […] En la superficie circulan los taxis que se han rendido a la evidencia de la macrópolis y no saben adónde ir. […] Además las calles repiten sus nombres como si así pulieran la gloria de los héroes. Quien abra el popular plano de la capital conocido como Guía Roji encontrará 179 calles Zapata, 215 Juárez, 269 Hidalgo, lo cual basta para construir unas 20 urbes suficientemente patriotas”.
Para habitar una ciudad es preciso verla a la cara. Darle un rostro que la describa y nos aloje a cada uno de sus habitantes en sus rasgos. La Ciudad de México, observa Villoro, es la mujer barbuda. Un personaje del circo incapaz de metabolizarse a sí misma pero, sin embargo –y he ahí su misterio– funcional.
Su analogía es una de las mejores maneras de entender su encantadora deformidad. Nuestra ciudad ejerce la elocuente fascinación del defecto. Quizá la prensa internacional hable de su contaminación, su caos, sus temblores, pero sus habitantes no podemos romper el ombligo umbilical con ella, y el turista se siente hechizado por un incierto folclor inolvidable. Se encuentra perdido en el detalle de una galaxia desordenada, que es el circo de la mujer barbuda. Porque toda ciudad es autorreferencial.
La mujer barbuda es donde nos vemos reflejados todo el tiempo, y en la confusión genérica de su desordenada barba encontramos refugio y vitalidad. “Los contradictorios placeres de la ciudad de México son de este tipo”, concluye Villoro. “A diario juramos abandonarla y a diario nos entregamos a su abrazo; es la irrenunciable compañía que merecemos. Que otros vivan en las ciudadelas del orden y el tránsito feliz. Nosotros exigimos el carácter complicado y la belleza ambigua de la mujer barbuda”.
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