La Posada del Sol: un testimonio del desamparo

Foto: Alex Zetina

El edificio da muestras, reverbera, suena. 

En la oscuridad vislumbra, da sombras, camina.

Fernando Trejo

 

Llegamos al número 139 de la calle Niños Héroes cerca de las cuatro de la tarde y tocamos con la expectativa latente de entrar, de atravesar aquel portón metálico verde que divide a lo estancado en el tiempo de la vertiginosa e imparable realidad.

La Posada del Sol es un pastiche con detalles de arquitectura barroca colonial y modernista en decadencia, un conjunto de edificios inacabados y deteriorados que reflejan el abandono de la belleza en una zona popular donde lo que apremia es el brutal ahora, el instante presente, donde no se tiene la seguridad de un porvenir y cualquier circunstancia posterior se sabe insegura, donde más vale saber hacia dónde correr que permanecer en un sitio rodeado por el olvido y la ficción.

Respondió a nuestro llamado una de las dos figuras desconfiadas que aguardaban detrás del portón, precisamente la que nos informó un día antes la cantidad acordada para poder ingresar y la hora a la que debíamos hacerlo. En cuestión de segundos y al ver el dinero, cambió su semblante. Hasta entonces supo que hablábamos en serio. Los cuatro pensamos que funcionaría, podríamos no estar mintiendo y ellos podrían no estar arriesgando su empleo. La avaricia disfrazada de confianza y amabilidad nos permitió pasar.

Existen presentimientos tan contundentes como hechos, que se saben ciertos apenas se intuyen. Aquel día tuvimos uno temible, nefasto. Caminamos maquinalmente siguiendo al nuevo vigilante-guía, pues el otro se había quedado en la entrada, en un pequeño cuarto de vigilancia. Interpreté ese celo por su función como una posible conspiración para nuestro fin, para hacer las llamadas necesarias, recibir a la gente indispensable y lograr un trabajo impecable.

Recordé entonces que había olvidado traer cualquier arma punzo cortante con la que me pudiera defender, a excepción de los tacones de doce centímetros, cuyo potencial como daga o puñal no podía despreciar. Mientras tanto, el guía nos relataba la historia del lugar, que La Posada del Sol comenzó a construirse a principios de la década de los 40 y que sería una residencia y hotel fastuosos para “artistas e intelectuales”, según su creador, un ingeniero español, pero que debido a diversos conflictos de intereses e insuficiente dinero, poder y contactos, detuvieron en varias ocasiones su construcción, hasta suspender por completo la obra a principios del año 1945.

Décadas después y a pesar de que dos de los edificios fueron utilizados temporalmente como sedes de instituciones gubernamentales e incluso uno de ellos fue acondicionado como una escuela para educación primaria, los abandonaron definitivamente tras unos años por los daños estructurales y supuestos hechos paranormales. Nos dijo además que, a pesar de que era muy difícil que alguien se pueda infiltrar, a quienes lo lograban los remitían con las autoridades correspondientes, que, al parecer, eran ellos mismos.

Lola Ancira 2

 Foto: Lola Ancira

Caminamos entre escombros varios minutos, pasamos por algunos salones que ahora eran usados como bodegas de diversas substancias y subimos tres pisos de uno de los edificios, después bajamos y nos dirigimos a otro, con un tipo de sótano y ventanales en la parte superior por donde se podía observar parte del enorme jardín central, que en algún momento fue magnífico.

Salimos y nos dirigimos a éste, lo rodeamos unos metros y llegamos a una hermosa capilla, custodiada por dos impresionantes figuras de piedra a escala natural de San Francisco de Asís y un lobo. Una campana pendía a unos metros del lugar y, al verla, el guía nos comentó que el dueño se había ahorcado precisamente ahí, y que incluso algunos aseguraban que antes de hacerlo asesinó a sus hijos y a su esposa.

Llegados a ese punto de la conversación, nos habló también del fantasma de una niña en la habitación 103 a la que le ponían un altar, y que sus diversas rondas nocturnas por toda la Posada en ocasiones eran amenizadas por sonidos terribles. Lo cierto es que el dueño murió años después de renunciar a la obra, en su residencia.

Antes de dividirnos, nos habló también de las dobles paredes ocultas debajo de los edificios, usadas para emparedar, y nos dijo que incluso había ciertos pasillos secretos que atravesaban todo el lugar que, a pesar de permanecer cerrados y sin luz eléctrica durante décadas, en ocasiones reproducían el sonido de varios pasos apresurados y gritos sofocados rápidamente. Que se empeñara en asegurar la veracidad de tales historias y la existencia de actividad sobrenatural era la muestra de que el desastre atrae y es llamativo siempre que lo puedas relatar a alguien más, siempre que represente una amenaza compartida.

Le pedimos entonces un par de horas para poder realizar la sesión fotográfica, nos preguntó si estábamos seguros y respondimos que sí. El guía regresó por donde habíamos llegado y nos dirigimos al primer edificio que visitamos. Subimos cuatro pisos esta vez y seleccionamos una habitación grande para dejar las pertenencias y cambiarnos de atuendo. Marcas en grafiti rojo señalaban las habitaciones, y había algunas flechas que indicaban un camino a seguir, pero no les dimos mucha importancia.

Especulamos la razón por la que estarían marcadas en forma tan precaria y al cruzar miradas adivinamos que teníamos el mismo silencioso temor.

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Foto: Mariel Cortés

Mientras los fotógrafos buscaban locaciones adecuadas y ángulos correctos, empezamos a seleccionar los atuendos en una tela blanca que pusimos sobre la suciedad del piso.

La extensión del lugar, la soledad y la impresión del vacío, a pesar de estar iluminado, dejaba una sensación de desasosiego. Ya con la delicada vestimenta, pensamos en nuestras probabilidades mínimas de sobrevivencia si correr frenéticamente fuera nuestra única salvación.

¿Tener miedo de un fantasma, de eternas repeticiones de fracciones vividas, precisamente como las visiones de Bioy en La invención de Morel? Mucho más lógico sería temerle a una persona; un fantasma no te puede golpear, transgredir o matar, es tan sólo el fragmento de un recuerdo atrapado en el tiempo, un ente que se vuelve visible a través de la evocación, que se manifiesta ignorando su terrorífica apariencia. De un ser humano te puedes defender con los puños y dientes, es tangible y mortal, y puedes tener una pelea crítica donde la agilidad es mucho más valorada que la fuerza.

Pero la existencia del terror psicológico también puede ser fatal, y no hay forma de resguardarse de éste: ambos crean la paradoja de una amenaza siempre latente en cualquiera de los dos planos existenciales.

Mariel Cortés 2

Foto: Mariel Cortés

El fotógrafo se instaló en lo que la fotógrafa nos daba indicaciones al tiempo que esperábamos ver, en cualquier sitio, escondidos y husmeando, a los vigilantes. Miramos con detenimiento pero no los encontramos. Empezamos a caminar por el pasillo y llegamos a un baño amplio, sin mobiliario, donde manos y huellas quedaron marcadas en el polvo acumulado durante décadas sobre las paredes. Nos dieron algunas ideas e iniciamos la sesión.

Tocamos el polvo con ambas manos y una sensación milenaria se filtró, aquel sitio atestiguaba a través del tacto que sí, la desgracia estaba presente. Aquellas historias aparentemente falsas cobraron sentido y nos dimos cuenta de que estábamos completamente expuestos, pero no podíamos detenernos. Presentir la muerte al siguiente paso y no hacer nada por evadirla era tan absurdo como el hecho mismo de dirigirnos al abismo por decisión propia.

Observamos la barra circular de lo que sería un bar y el pequeño teatro suntuoso, y nos dirigimos a otro edificio tras unas tomas. Llegamos a una zona donde todas las habitaciones estaban enumeradas con pequeñas placas de metal y mostraban cierta elegancia que no se había extraviado entre el descuido. Una de sus particularidades era que todos los pisos estaban más de un metro bajo el nivel del suelo, y era precisamente el edificio donde se encontraba la mencionada habitación 103, frente a la cual había una pared extensa con una inscripción en tinta negra y letra cursiva de la que sólo leímos fragmentos sin sentido. Nos detuvimos otro momento y realizamos más tomas.

Foto: Lola Ancira
Foto: Lola Ancira

Utilizamos también unas escaleras con herrería para otras instantáneas y continuamos al salón principal, que tenía el piso cuadriculado en negro y blanco (la dualidad, la unión de los dos mundos: el terrenal y el inframundo) y tres columnas, y donde un altar enorme era a su vez una chimenea con rastros de haber sido utilizada recientemente.

Llegamos a otro de los edificios y subimos al último piso. Atravesamos habitaciones, ahora mucho más grandes, cubiertas por hojas, tierra y polvo, y llegamos hasta los balcones. La nueva vista nos otorgó un ángulo particularmente bello del lugar y el terror comenzó a desplazarse cada vez más. Ya no escudriñábamos por rostros ni amenazas. Notamos la cúpula de la capilla y decidimos bajar a visitarla.

Dentro, lo primero que vimos en el piso fue un gran pentagrama dentro un círculo, representando el control del espíritu sobre la naturaleza, y ya era un hecho innegable que las múltiples inscripciones en las paredes y los numerosos símbolos masones que identificamos, como el compás y la flor de Lis plasmados en todo el lugar, eran testigos mudos pero fieles, talismanes que representaban mucho más que las palabras, mensajes visuales de identificación para los indicados.

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Foto: Mariel Cortés

Poco antes de finalizar nuestra sesión, nos deleitamos con la arquitectura del lugar por última vez, con las escaleras de piedra intrincadas, la infinidad de ventanales rotos y puertas entreabiertas incitando a indagar, los corredores eternos, las galerías impresionantes y nuestros restos de ansiedad.

Nos reunimos en la puerta de la capilla, intercambiamos impresiones y temores previos, angustia y desconfianza. Nos dispusimos a marcharnos. Al pasar por una de las habitaciones, nos percatamos de que había una cámara grabando porque su pequeña luz roja estaba encendida. Nos asomamos a las habitaciones contiguas y en todas había cámaras, sólo que apagadas. Nos miramos una vez más antes de percatarnos de que al final del pasillo había algunas figuras de diferentes dimensiones bloqueando el paso. Repentinamente, la oscuridad terminó de caer sobre nuestros ojos y decenas de manos se aferraron a nuestros pies.


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