Sobre el claustro de la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz

Pese a que existen escasos registros históricos acerca de la presencia femenina en la literatura y política a lo largo de la evolución del ser humano, se poseen unas cuantas obras –aunque no suficientes– que liberan un destello de ingenio del ánima. Podrán venirse a la mente obras de Madame de La Fayette, George Sand, Olimpia de Gouge, Mary Wallstonecraft y Simone de Beauvoir, de personajes internacionales que se encargaron de rebelarse contra la costumbre de ser mujeres “a secas”.

En México, por otro lado, quizá cuesta trabajo traer a la mente personajes femeninos que se atrevieran a retar a la normalidad cultural. Sin embargo hemos contado –y contamos aún– con mujeres extraordinarias que trascendieron la eternidad gracias a su sensibilidad al wit. Entre ellas Sor Juana Inés de la Cruz, también conocida como Juana Ramírez de Asbaje, la Décima Musa o la Fénix de México.

Pese a que se desconoce la fecha exacta de su nacimiento –e inclusive deceso–, se sabe que fue hija de Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, un militar español oriundo de la provincia vasca de Guipúzcoa, y de Isabel Ramírez, quien poseía orígenes andaluces. La unión de sus padres realmente no fue duradera, pues el capitán Asbaje desapareció de la vida de Isabel Ramírez y de sus tres hijas. Con el tiempo, Isabel Ramírez se unió con otro capitán, Diego Ruiz Lozano, con quien procreó otros hijos: Diego, Antonia e Inés. En ninguno de los casos ella se llegó a casar con alguno de los padres de sus hijos. 

Esta ilegitimidad provocó que Sor Juana viviera en la hacienda Panoaya, en Amecameca, en el Estado de México, con sus abuelos maternos. Allí no sólo aprendió a hablar náhuatl con los esclavos, también a sembrar trigo y maíz; mientras tanto su hermana mayor le enseñó, a escondidas de su madre, a leer y a escribir cuando Juana tan sólo tenía tres años de edad. En esa época ella aprendió todo lo que era conocido en su época; e inclusive intentó convencer a su madre de que la enviase a la universidad disfrazada de hombre. Se dice que, en caso que no hubiese aprendido correctamente una lección, ella se cortaba un pedazo de su propio cabello.

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Eventualmente, ella, entrando a la adolescencia, se mudó a la ciudad de México. Primero llegó a casa de su tía María, aprendiendo de labores femeninas y gramática latina. Eventualmente ingresó a la Corte Virreinal del 25º virrey, Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera; donde la virreina, Leonor de Carreto, se convirtió en una de sus más importantes e influyentes mecenas. Para ese entonces, Juana ya era conocida su inteligencia y su sagacidad.

En 1668, Juana entró como novicia al convento de San Jerónimo, de las hijas de Santa Paula, cambiando su nombre por Sor Juana Inés de la Cruz. Si bien su salida de la corte se atribuyó a una decepción amorosa, ella siempre defendió la idea que sólo la vida monástica podría permitirle dedicarse a los estudios intelectuales. Fue así que el convento de San Jerónimo, la actual Universidad del Claustro de Sor Juana, se convirtió en el hogar de la nueva novicia para el resto de sus días –aproximadamente 27 años–. Durante estos años, Sor Juana convivió con los marqueses de Mancera –antiguos virreyes–, compartiendo sus obras poéticas con ellos; como por ejemplo  Amor es más laberinto y Los empeños de una casa y una serie de autos sacramentales concebidos para representarse en la corte.

Se ha llegado a decir que el convento se construyó el 29 de septiembre de 1585, día de San Miguel Arcángel y víspera de San Jerónimo. Aquí, con fincas adaptadas para un monasterio, sólo se admitían españolas y criollas con el dinero suficiente para cubrir la dote que se exigía; sin embargo había quienes fueron aceptadas en calidad de huérfanas  respaldadas por las obras pías impuestas a favor de San Jerónimo, otras, por sus habilidades musicales, artísticas o manuales.

El convento de San Jerónimo estaba compuesto por un colegio de niñas –donde se enseñaban ciencias humanas y religiosas, música, baile y teatro–, cuatro grandes claustros –uno más grande que los tres– y una iglesia. Por lo que, pese a todo, Sor Juana logró no sólo adaptarse a las exigencias del convento, si no sobresalir de manera extraordinaria con su ejercicio religioso en la escritura y en la administración del convento –pues fue la contadora durante nueve años–. Inclusive se cree que solían pagarle por la creación de sus villancicos.

Para 1692 y 1693, se producen unas serie de rebeliones en el norte del vierreinato, el vulgo asalta al Real Palacio y las epidemias azotan a la población novohispana –una de las cuales afecta a Sor Juana–. En 1693, ella deja de escribir para dedicarse más a labores religiosas. Las causas se atribuyen a una dedicación a temas sobrenaturales y entrega mística a Jesucristo; otras, a una conspiración tramada en su contra en la que fue condenada a dejar de escribir. Los datos no son concluyentes en la actualidad. Inclusive se teme que su muerte fue obligada por Núñez de Miranda, su confesor, para deshacerse de su biblioteca y colección de instrumentos musicales y científicos.

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Finalmente, en 1695, Sor Juana cayó enferma por una epidemia dando su último respiro el 17 de abril, a sus 43 años de edad. Fue enterrada el mismo día en el recinto con la asistencia oratoria de Carlos de Sigüenza y Góngora. No fue hasta 1978, después de que el convento fuera un cuartel y hospital militar, fraccionada y vendida a particulares para formar talleres, bodegas, estacionamientos y viviendas, que se descubrieron los supuestos restos de Sor Juana Inés de la Cruz. Desde entonces, principalmente desde 1982, el recinto se convirtió en la Universidad del Claustro de Sor Juana, haciéndose cargo de la restauración y mantenimiento del exconvento de San Jerónimo –actual inmueble de la Nación–.


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