“La ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas… La mirada recorre las calles como páginas escritas.”
Las ciudades invisibles de Italo Calvino
Una ciudad se ha convertido en una mirada que recorre siglos de historia y experiencias. Sus edificios, calles y espacios urbanos son sólo un reflejo que permite reconocer la memoria de quienes ayudaron a construirlos. Sin embargo pocos son los recuerdos que han sobrevivido al entierro del olvido; pocas son las memorias alteradas por un inconsciente colectivo que le quita o agrega datos a su gusto.
Si bien tenemos códices, diarios y crónicas que procuran retratar el pasado esplendoroso (aunque a veces desastroso), la realidad es que contamos con muy poca información acerca de lo sucedido en las calles de nuestra ciudad. Quizá lo que queda es divagar en la fantasía, inventando historias a través de la mirada sobre las calles, sus viejos y resquebrajados edificios así como las costumbres en estos espacios abiertos.
Resulta complejo encontrarse con historias verídicas sobre el “desierto de asfalto” que se ha convertido la Ciudad de México. Sin embargo, Héctor de Mauleón, escritor y periodista, recoge una línea cronística para relatar una autobiografía de la ciudad. El resultado, La ciudad que nos inventa, de la editorial Cal y Arena. de Mauleón cuenta, de una manera refinada y creativa, la historia de las calles de la ciudad de México a través de los tiempos. Comienza en 1509 y finaliza en 2014, recapitulando 114 crónicas de historias sorprendentes que sucedieron, quizá, en la misma calle por la que caminamos diario.
A continuación te compartimos algunas de estas anécdotas que de Mauleón se encargó de revelar hasta el infinito, en donde la memoria es inagotable:
1860. La leyenda de los túneles secretos
En la década de 1860 la Reforma exclaustró a las órdenes religiosas e innumerables conventos quedaron abandonados. Algunos se convirtieron en calles. Otros, en vecindades. Los obreros que demolían los muros de Santo Domingo, uno de los edificios religiosos más antiguos de la ciudad, encontraron trece momias emparedadas, en perfecto estado de conservación. Una de ellas era, al parecer, la del célebre fray Servando Teresa de Mier. Se le encontró con las ropas deshechas y largas madejas de cabello gris. Las momias fueron expuestas a la curiosidad pública y luego compradas por un empresario circense que las exhibió en Europa como “víctimas de los atroces crímenes de la Inquisición”.
Como toda ciudad antigua, la de México suele seducir a sus habitantes cuando abre los baúles donde guarda historias no contadas: sus objetos perdidos. Todos se congregan entonces alrededor de la anciana aristócrata, para escucharla.
La soberana de los lagos tenía muchas historias que contar aquellos días. Los edificios centenarios a los que la piqueta de la Reforma iba convirtiendo en polvo mostraba por vez primera secretos escondidos por siglos. La prensa de la época hablaba de tesoros fabulosos que los encargados de la demolición hallaban en las tumbas de los frailes. Cálices y copones de oro. Santísimos Sacramentos repletos de esmeraldas y rubíes. Fortunas escondidas en las tumbas de las monjas.
Y también, de historias sobre túneles y pasadizos que conectaban, secretamente, la Catedral y las iglesias principales.
Había nacido una leyenda urbana que durante siglo y medio iba a seducir, con su promesa incumplida, a los habitantes de México.
En los primeros años del siglo pasado, un reportero de El Imparcial aseguró que había caminado “bajo el suelo de México”. En los años dorados de su ministerio, la década de 1930, un cronista de El Universal, Jacobo Dalevuelta, afirmó que había explorado una galería subterránea que partía del ex convento del Carmen. Su crónica causó revuelo en una ciudad en la que todos habían escuchado relatos asociados con túneles secretos: pasajes subterráneos que los poderosos del tiempo virreinal utilizaban “para huir expeditamente” —decía Dalevuelta— o “para moverse sin ser vistos”.
Aquellas crónicas comprobaban lo que todos sabían desde siempre: que bajo nuestros pies se hallaba una ciudad oculta, un húmedo y oscuro sistema de laberintos donde se habían gestado las historias predilectas de la tribu: leyendas sobre monjas, fetos y tesoros enterrados, torturas, crímenes y aparecidos. Ni la construcción del Metro, que entró a saco en el subsuelo de las principales calles del centro, ni los alarmantes niveles de hundimiento que la urbe registró en el siglo XX (hoy estamos diez metros por debajo del nivel en que caminaba la gente del porfiriato) lograron demoler el pedestal de cemento armado en que descansaron siglo y medio de “certezas”.
Tomo un taxi en Paseo de la Reforma. Al volante hay un chofer deseoso de platicar. No recuerdo cómo me embrolla. Sólo sé que la anciana aristócrata ha abierto el baúl y que el conductor me tiene fascinado con esta revelación: la línea 2 del Metro no termina, como todos creemos, en Cuatro Caminos. No. La línea 2 del Metro continúa hasta el Campo Militar, donde existe una estación secreta, pensada para movilizar al ejército hacia el centro, en caso de que ocurran disturbios. “Lógico —dice el taxista—, ¿usted cree que el gobierno no ha pensado cómo mover al ejército en horas pico?”.
Esa noche busco en Google “Misterios del Metro” y “Pasadizos subterráneos en la ciudad de México”. No sé si estoy en 1860, en 1930, o en la segunda década del siglo XXI. No lo sé: hay gente que asegura que existe una estación oculta —“una interestación”, le llaman— entre las estaciones Constituyentes y Auditorio, que sirve para salvaguardar, en caso de guerra, la integridad de la familia presidencial. Hay gente que asegura que en los centros comerciales de Santa Fe e Interlomas existen pasadizos “para que la gente VIP de la ciudad se pueda mover de un lugar a otro, sin ser reconocida, y sin peligro de ser secuestrada”. Hay incluso un internauta que confiesa: “El único túnel real y verdadero que existe en el DF corre del Palacio Nacional hasta Los Pinos y es por razones de seguridad nacional. No te diré nada al respecto, pero yo lo he recorrido”.
En ese mundo inquietante la Catedral se comunica con Santo Domingo, la Santísima y Santa Teresa. En ese mundo inquietante existe un túnel “en el que cabe un auto”, para que el presidente pueda ir del Palacio Nacional a San Lázaro. En ese mundo hay sectas oscuras que desde tiempos de la Colonia realizan misteriosos rituales en galerías soterradas a las que no ha tocado nunca la luz del sol. En ese mundo inquietante hay leyendas de frailes jesuitas que en la época de la Colonia se perdieron para siempre bajo la tierra en laberintos cuya ubicación fue protegida por votos de silencio.
Y hay, también, sacristanes, veladores, meseros de rancios restaurantes que afirman que alguna vez pudieron constatar dichos prodigios.
Apago la computadora con un escalofrío. La ciudad oculta me ha alcanzado. Esta noche parece más viva que la nuestra.
[Fuente: Nexos]
[Fotografía principal: www.eluniversaldf.mx]
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