Foto: Berenice Zambrano
A finales del siglo XIX, Sigmund Freud irrumpió en el ámbito de las ciencias de la mente con una propuesta novedosa, original y polémica que, entre otras cosas, establecía que nuestra mente estaba integrada por al menos dos grandes territorios que, operando en conjunto pero no siempre a la vista del individuo, explicaba nuestro comportamiento, nuestra vida psíquica, la manera en que nos relacionamos con los demás, etc. Estos dos elementos son el inconsciente y la consciencia que, grosso modo, se refieren, en el caso del primero, a todo aquello reprimido que aun bajo esa condición nos constituye e incide sobre nuestra vida y, en el caso de la consciencia, se trata del correlato de aquellas prohibiciones, esto es, las normas sociales que nos forman y moldean y que se convierten en el plano cartesiano de nuestras decisiones y actos.
La noción, por supuesto, podría entenderse con mayor profundidad, pero de momento esta aproximación nos sirve para establecer un símil, una equivalencia en el contexto de nuestra vida cotidiana en la ciudad de México. La idea es esta: si la consciencia es, esencialmente, es parte de nosotros que ha aprendido reglas y normas y en función de estas limita nuestros impulsos en aras de la convivencia civilizada, ¿no podría pensarse algo parecido de los ciclistas? ¿No podríamos pensar por un momento que los ciclistas tienen ese lugar simbólico?
¿A qué nos referimos con esto? Esencialmente, a que el aumento en los últimos años de ciclista en la ciudad –en buena medida gracias al programa de préstamo EcoBici del Gobierno de la Ciudad– ha tenido un efecto en nuestra manera de vivir y experimentar la ciudad.
La inclusión de la bicicleta como un medio de transporte habitual ha provocado, entre otras cosas, la generación de infraestructura adecuada para su tránsito (cliclovías, señalamientos, etc.), la creación y difusión de reglamentos específicos pero, quizá por más importante aún, la toma de conciencia de los ciclistas como un elemento de nuestra cotidianidad, con las implicaciones que esto conlleva, sobre todo que son personas que transitan en condiciones de vulnerabilidad, en un medio de transporte en el que se encuentran visiblemente más expuestos que, por ejemplo, un automovilista e incluso un peatón, pues a diferencia de estos, no viaja protegido dentro de un objeto de metal pero sí lo hace sorteando automóviles, camiones, personas, deficiencia del pavimento, obstáculos inesperados y más.
Si hasta este punto la exposición del argumento se sostiene, es momento de explicar la comparación de los ciclistas con la consciencia, en un sentido freudiano.
En vista de su vulnerabilidad, en el mejor de los casos lo mínimo que podemos hacer todos ante un ciclista es tener cuidado. ¿Y cómo se logra esto? La vía más sencilla: obedeciendo las reglas de tránsito, de las más elementales a las más específicas: no pasarse el semáforo en rojo, ver bien a ambos lados antes de cruzar una calle, mirar hacia atrás antes de abrir la puerta de un automóvil para descender y otras.
De alguna manera, es como si los ciclistas fueran ese recordatorio de que si queremos gozar de una convivencia agradable, evitar percances y, en general, vivir bien, tenemos que seguir ciertas normas y apegarnos a las reglas. Más o menos lo mismo que dicta la consciencia a nuestra vida psíquica.
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