Hernán Cortés, una especie de padre para México, es un personaje que entró a un limbo en donde se le desconoce tanto en México como en España, pese a ser una clave significativa para la historia de la humanidad. ¿Quién podría reconocer que este hombre amó a México sólo como un conquistador puede amar?
Tras ser enjuiciado, Cortés murió un viernes del 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta, en Sevilla –España–. Pese a que sus restos fueron sepultados en el monasterio de San Isidoro del Campo, en una cripta de la familia del duque de Medina Sidonia, bajo las gradas del altar mayor, con un epitafio creado por su hijo Martín Cortés, eventualmente fueron inhumados hasta llegar a la Nueva España.
Se dice que esto se debió a que el conquistador cambió varias veces en su testamento la ubicación del lugar de reposo después de vida. Primero solicitó ser sepultado en la Nueva España, en la iglesia continua al hospital de Jesús; después, en un monasterio que había ordenado construir en Coyoacán; y a pocas semanas antes de su muerte, había modificado una vez más su testamento para indicar que deseaba ser sepultado en la parroquia del lugar donde falleciera.
No obstante, en 1550, sus restos fueron cambiados de lugar dentro de la misma iglesia de San Isidoro del Campo –justo a un lado del altar dedicado a Santa Catarina–. Y 15 años más tarde, por decisión de sus familiares, se trasladaron a la Nueva España, y sepultados junto con los de su madre y de una de sus hijas en el templo de San Francisco de Texcoco. Duraron ahí hasta 1629, cuando el último descendiente masculino de Hernán Cortés, y las autoridades tanto civiles como eclesiásticas de la provincia española, decidieron trasladarlo en la iglesia de San Francisco, frente a la plaza de Guardiola. Ahí, finalmente, quedaría grabado “Ferdinandi Cortés sosa servatur hic famosa”.
Pero en 1716, durante la remodelación del templo de San Francisco, sus restos fueron trasladados a la parte posterior del retablo mayor. Ahí duraron 78 años, hasta que las autoridades del virreinato exhumaron nuevamente sus restos con el fin de cumplir los deseos del conquistador de descansar en la iglesia contigua del hospital de Jesús. De manera que Hernán Cortés, o al menos sus restos, fue transportado con grandes fiestas en una urna de madera y cristal con asas de plata y un escudo de armas del Marqués de Oaxaca. Durante 23 años, y tras la Guerra de Independencia y ante la furia antiespañola, el ministro mexicano Lucas Alamán hizo creer que los despojos habían sido enviados a Italia, pero los ocultó primero bajo una tarima del Hospital de Jesús en donde se considera que Cortés y Moctezuma se vieron por primera vez.
Fue así que el rastro de los restos de Hernán Cortés permaneció durante años en secreto. Hasta que en 1843, el propio Alamán depositó en la embajada de España un acta del enterramiento clandestino. Sin embargo, en lugar de ver la luz, este documento permaneció también oculto: el papel nunca salió de la caja fuerte diplomática: ¿Quién querría prestarle atención al hombre que encarnaba la barbarie de la Conquista, y que hacía mucho había dejado de ser realidad para el continente americano? En especial cuando la relación entre ambos países comenzaba regularizarse.
Tardó un siglo para que un alto cargo del Gobierno republicano, en el exilio, filtró una copia del documento: el 28 de noviembre de 1946, las reliquias fueron por fin identificadas. Hubo quienes pidieron que los restos fueran arrojadas al mar; otros, que los regresaran a su lugar de origen. No obstante, México prefirió devolver los restos al lugar al que los había arrojado la historia: al muro de la Iglesia de Jesús Nazareno en el Centro Histórico de nuestra capital, justo a la izquierda del altar.
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