En general sabemos que el paisaje es un género de la pintura. Así como sabemos que hay sinfonías y novelas históricas, poemas de amor y películas de acción, sabemos también que hay pinturas que retratan paisajes. Seguramente todos hemos visto óleos de montañas, amaneceres, quizá cierto río emblemático o la pretendida vista aérea de un caserío rural.
Y aunque descrito así podría parecer que se trata de un tipo de pinturas simple o sencillo, lo cierto es que su trasfondo es sumamente interesante. Su historia se remonta casi al momento mismo en que el ser humano comenzó a crear arte, sin embargo, su mejor momento es el siglo XIX, época en la cual se consolidó como una expresión de la subjetividad romántica.
Quizá a primera vista la relación entre el paisajismo y el movimiento romántico no parece muy evidente, sin embargo, mirando de cerca su vínculo se revela bastante íntimo.
El alma romántica –según los artistas que la portaron– gustaba de solazarse en la naturaleza, a la que veían como el escape idóneo a las sujeciones de la razón y el iluminismo. La vista de un paisaje se presentaba así como la situación perfecta para conectarse con esos conceptos sublimes que más allá de lo usual y lo cotidiano podían dotar de sentido a la existencia. La naturaleza tenía también una especie de aura de virginidad y enigma contra la cual la razón podría afanarse tanto como quisiera pero inútilmente, pues nunca alcanzaría a descifrar su misterio –lo cual, a su vez, sería la fuente de su encanto.
Con estas premisas, ¿no parece sumamente coherente la conexión entre el paisajismo e inspiración? Al menos desde el punto de vista romántico, un paisaje es capaz de detonar ese diálogo con la propia subjetividad del que es capaz de surgir una obra de arte.
En la historia del arte mexicano, nuestro máximo exponente en este género es José María Velasco, quien si bien se considera sobre todo un pintor, se ganó el título de “polímata” por su curiosidad vasta sobre diversas disciplinas más allá de la plástica, entre ellas las matemáticas, la geología y la zoología.
Pero fue su obra en la pintura la que le valió el reconocimiento tanto de sus contemporáneos como de la posteridad, al grado de que se le coloca a la misma altura del inglés Joseph Mallord William Turner, probablemente el mejor paisajista de la historia y ante quien ciertos óleos de Velasco no palidecen, sino que brillan con la misma luz del genio auténtico.
Pero más allá de estos comparativos, Velasco destaca por habernos legado ciertas imágenes que viven ya en nuestra memoria colectiva. En cierta forma, sus paisajes resuenan con la misma emoción que sentimos cuando escuchamos el conocido epíteto que Alfonso Reyes dio a nuestra ciudad: la región más transparente del aire.
Cuando admiramos una obra de Velasco no podemos permanecer indiferentes ante la posibilidad de que un paisaje de esta capital, en un momento inesperado, nos conecte con nuestra propia creatividad, y nos haga ver que, después de todo, puede bastar un parpadeo y un instante de creatividad para transformar toda nuestra perspectiva.
*Desde septiembre de 2014 el Museo Nacional de Arte (MUNAL) exhibe, como parte de sus exposiciones permanentes, Territorio ideal. José María Velasco, perspectivas de una época, que presenta casi 100 obras tanto de Velasco como de otros pintores de la época.
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