César Moro perteneció a un rico y amplio grupo de poetas latinoamericanos.
Cualquier historia literaria es una suma de arbitrariedades y de imposiciones. Estas últimas responden usualmente a motivaciones ajenas a la literatura y se vinculan a formas del poder. Por México pasó un número grande de artistas y escritores que dejaron una impronta no siempre reconocida. El poeta y pintor peruano César Moro, al respecto, es un buen ejemplo a considerar. Importó de París a la Ciudad de México, de urbe a urbe, el surrealismo literario que tanto caló en nuestra cultura y que aún décadas después, en figuras públicas como Octavio Paz, incidió de modo total. Antes de usar el resonante nombre de “César Moro” se llamó Alfredo Quíspez Asín. Nació en Lima en 1902, donde también murió en 1956. Muy joven se vinculó al poeta José María Eguren. La relación, fructífera para él, confundió a los críticos, que leyeron en sus primeros poemas un deshilvanado modernismo, sin comprender lo que Emilio Adolfo Westphalen, otro poeta singular, reconociera años después en él; es decir, el inicio de la poesía nueva en Perú.
Moro perteneció a un rico y amplio grupo de poetas latinoamericanos que comenzó a publicar hacia el final de los años veinte. Su caso es especial, pues casi al mismo tiempo que se inicia como pintor empieza a escribir. En este sentido su esfuerzo camina por dos senderos distintos, ambos con una solidez y calidad infrecuentes. Al respecto de su oficio de pintor diría en una carta del 1 y 2 de octubre de 1946: “…se trata de pintar para sí y nada más. Porque la pintura es el bordado o el pirograbado de seres superiores, y nada más. Pintar es tan divertido como puede ser, a veces, barrer. ¿O no?”. Algo parecido, aunque con palabras distintas, expresó sobre la escritura: “Mientras escribo, la noche dispensadora de maravillas enciende sus fuegos por el mundo… Crecen los árboles en el mar de los rumores, estalla la mañana y llega en su plenitud el mediodía”. En los dos caminos sus aspiraciones más íntimas pueden resumirse en otra cita, esta vez en relación con su concepción del arte, enunciada en unas líneas de su libro de prosas Los anteojos de azufre (Lima, 1958): como una “forma de conocimiento del mundo y de nosotros mismos dentro del universo”.
Escribir y pintar eran eso para Moro; una forma de penetrar el mundo y para ello su puerta de entrada serían el amor y el erotismo, temas relevantes para el surrealismo. Moro desembarcó en París en septiembre de 1925; en esa ciudad y en Bruselas realizó exposiciones y se decidió a escribir en francés. Este último hecho resulta de suma importancia debido a que en vida, salvo por pocos de sus primeros poemas, no utilizaría más el español. (Su reconocido libro La tortuga ecuestre –Lima, 1958–, con poemas en nuestra lengua, fue escrito durante su paso por la Ciudad de México y publicado de forma póstuma por intermediación de André Coyné, su último compañero y promotor incansable, por lo que no se supo de éste hasta mucho tiempo después.)
Como resultado de su elección por el idioma de Rimbaud su obra quedó relegada a unos cuantos lectores, situación que se acentuó por los tirajes brevísimos de sus libros, de cincuenta ejemplares, como sucedió con la Lettre d’Amour (México, 1944). En Francia tuvo entre sus amistades a Paul Eluard y André Breton, a quien el poeta peruano contribuyó a traer a México en 1938. A nuestro país llegó Moro ese mismo año, para 10 años después, en 1948, volver a Lima para hacer una vida sencilla como maestro ¾Mario Vargas Llosa fue uno de sus alumnos en el Colegio Militar Leoncio Prado¾, al margen de la vida literaria de Perú. El peso de su homosexualismo abierto jugó en esto un peso sustancial. Su primer contacto con México sucedió cuando cumpliendo apenas diecinueve años un dibujo suyo fue seleccionado como ilustración para el Ideario de acción de José Vasconcelos, dentro del catálogo de la editorial peruana Actual.
Ya en la Ciudad de México se vinculó al taller del pintor Agustín Lazo y entabló una relación cercana con los artistas Wolfgang y Alice Paalen. Como interlocutor literario principal tuvo a Xavier Villaurrutia, que desde la publicación de Le châuteu grisou (1943) atendió con cuidado extremo la obra de Moro. En la revista El hijo pródigo destacó que una sorpresa inquietante de la poesía del peruano consistía en “los inesperados encuentros de objetos y palabras”. La actividad de Moro en México fue intensa. Publicó poemas, reseñó libros y exposiciones, tradujo, promovió artistas, escribió sobre la cultura prehispánica, tendió lazos con los surrealistas franceses, y sin embargo tengo la impresión de que su trabajo quedó eclipsado luego de su partida. Por lo mismo una valoración más exacta se vuelve necesaria.
Para este autor, su tránsito por nuestro país fue a toda luz beneficioso y trascendente. En 1946 hacía el siguiente recuento: “Recién llegado a México, arrancado, una vez más, a lo familiar, a lo entrañable, trataba de establecer contactos, prolongar realidades ya conocidas antes de adentrarme en la realidad de este país, que tanto amo ahora y cuya aceptación me iba a ser tan dolorosa, hasta adquirir en mí los caracteres que hoy tiene de tierra de elección, de amor intenso y de comunicación perfecta de clima, de reflejos, de intimidades. Ahora puedo vivir plenamente las mañanas pródigas de México, su sabor escondido, el que no se encuentra en ninguna guía de turistas, aquel sentido inefable que tan pocos viajeros conocen si no es a fuerza de vivir en un país y si ese país al cabo de los años se descubre justificar la residencia y la espera”.
Moro tuvo un amante en estas tierras, Antonio, un estudiante del Colegio Militar ubicado en Tacuba. El enamoramiento frenético, el infierno del deseo, detonó una poética que se materializó en las exaltadas Cartas y las líneas de la Lettre D’Amour, una cima ahora infranqueable de la poesía de este continente: “En vano pido sed al fuego / en vano hiero las murallas / a los lejos caen los telones precarios del olvido / exhaustos / ante el paisaje que retuerce la tempestad” (trad. de E. A. Westphalen).
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