Antes de partir al extranjero, un amigo sentenció que durante este viaje surgiría en mí una especie de mexicanidad. Debo admitir que me fui sin prestarle mucha atención a su comentario, y no lo recordé hasta que, platicando con extranjeros, expliqué la belleza de los cantos seri, la inmortalidad de la nierika, el ritual wixákara en el desierto o el insólito simbolismo de La Malinche en nuestra sociedad actual. Ahí fue cuando noté que estaba enamorada, sin darme cuenta, de mi cultura y mi país. Podría inclusive decirse que regresé más mexicana de lo que me fui.
Regresé con la firme convicción de recorrer y conocer a profundidad la cultura en la que me nací, crecí y me formé. Así que, a la hora de bajar del avión, empecé a notar los detalles que había pasado por alto antes de irme. Desde la arquitectura hasta las enormes trenzas de las mujeres indígenas. Tomé unos días de descanso hasta que, de nuevo, me lancé a la aventura turística en mi ciudad natal.
Llegué al Centro Histórico. Traté de observar, dentro de las personas andando, cómo fue nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1987. Traté de imaginar cómo era antes, durante y después de la llegada de los conquistadores de Castilla –porque eso sí, descubrí que los españoles, divididos ahora entre comunidades autónomas, no tienen nociones de las consecuencias psicosociales que implicaron la Conquista–. Traté de forjar imágenes sobre el esplendor de Tenochtitlán: entre los restos de los cinco templos aztecas y el apabullante tamaño de su zoológico.
¿Cómo es que la catedral, tan hermosa como una pieza barroca puede ser, eclipsa la inmensidad de lo prehispánico? Y conforme fui dándome cuenta: el conjunto, esta fusión ancestral de culturas, era lo que hacía de la CDMX lo apasionantemente inolvidable. Fue después de ver el Templo Mayor de México-Tenochtitlán, la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional, el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, el Palacio de Bellas Artes, el Museo Nacional de Arte, todo en su totalidad, representaban la riqueza cultural de la ciudad. Me di cuenta que cada edificio, de diferentes épocas mexicanas, no se limitaba a existir individualmente, sino que en conjunto se expandía a través de sus calles, monumentos, historias y experiencias. Su riqueza cultural no se limitaba a los edificios antiguos ni museos, si no a la vida cotidiana de la ciudad en el esplendor de su constante evolución como civilización, cultura e inconsciente colectivo.
Para ir al Centro Histórico es importante tomar el transporte público –porque ir en automóvil es un infierno–, lo cual me obligó a vivir desde dentro el corazón de la Ciudad de México. Tanto su movimiento, colores, aromas como bullicio, pueden ser abrumadores en un principio: realmente son demasiados estímulos en cada sentido del cuerpo que se llega a un punto cercano a la anhedonia.
Sin embargo, con un poco de esfuerzo en el enfoque y la atención, noté la recuperación de las ruinas del Templo Mayor, los hallazgos arqueológicos recién descubiertos –como la tumba de un clérigo colonial o el gran tzompantli de Tenochtitlán–, la famosa Piedra del Sol o la Coyolxauhqui, el monolito de la diosa Tlaltecuhtli –¡la cual es la única pieza azteca que conserva sus colores originales!–, los edificios y templos del periodo virreinal, plazas y jardines. Cada uno de esos elementos de la historia mexicana recuperaba sus leyendas, tradiciones, costumbres y hasta manifestaciones de la psique del mexicano.
Sin entender muy bien por qué la gente no compartía mi emoción, decidí adentrarme a la “villa de los palacios”, a la ciudad con una impactante diversidad de personas paséandose por encima de las ruinas de un recuerdo prehispánico que, hasta la fecha, influye en el actuar y sentir de los mexicanos. Es como si la Conquista castellana no hubiera destruido a los mexicas, sino dieron vida a una cultura más fuerte, resiliente, que es fácil amar por la humildad y complejidad que la caracteriza.
Quizá necesitamos observar los detalles que inundan el Centro Histórico; quizá necesitamos estar en el aquí y el ahora para admirar la verdadera belleza que nos distingue de otras ciudades; quizá necesitamos volver a enamorarnos de nuestra ciudad e historia porque lo merecemos; quizá esta es la mexicanidad que mi amigo me comentó que surgiría en mí.
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