Un cuento surrealista de Leonora Carrington

Leonora Carrington fue pintora, escritora, bruja y surrealista. En México es conocida por acaudillar junto a personajes como Remedios Varo, Wolfgang Paalen y otros artistas, unidos por la gran guerra en tierra de indios, al surrealismo mexicano de los años 30’s. Inglesa por nacimiento y cobijada por México tras su exilio. Pasó gran parte de su vida en nuestro país proyectando, más que sus sueños, un efervescente inconsciente del que habrían de escapar personajes fantásticos, inasibles y ocultistas, para renacer en sus propias obras.

De Carrington se conoce prominentemente su trabajo pictórico (por ejemplo, su gran mural creado para el Museo de Antropología de la ciudad: El mundo mágico de los mayas), y el último proyecto que dirigió antes de su muerte; las esculturas de bronce con las que se dice, hechizó al Centro Histórico de la Ciudad de México.

También vivió una época decisiva de su vida en nuestra ciudad, incluso se casó con el poeta y diplomático mexicano Renato Leduc tras su exilio. Por ello será, quizás, que se le atribuye una gran carga simbólica. y hasta mística, en el arte mexicano.

Leonora Carrigton

A pesar su popularidad, poco se sabe de los cuentos surrealistas que escribió. Uno de los más famosos es el que relaciona a una hiena (su amiga) que toma el lugar de Carrington en una gran fiesta, una historia que le ocurrió imaginar tras haber sido presentada ante la familia real inglesa:

La debutante

(1978)

En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables. Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor. La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena. -¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile. -Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación. -Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida. -Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia. Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír. -No tienes más que ir en mi lugar. -No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste. –Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor. Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar. -De acuerdo -dijo de repente. No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama. -Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales. -Por supuesto -le dije. No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella. -No te retrases para el desayuno -dijo al irse. Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo: -Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada? -Sí -dije, perpleja. -Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía. -No lo veo muy práctico -dije yo-. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel. -Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena. -¿Y los huesos? -También -dijo-. ¿Te parece bien? -Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado. -Bueno, eso me da igual. Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo. -Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día. -En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela. Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo: -Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy. Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta. -Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien. Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró: -Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche. Después de oír un rato la música de abajo, le dije: -Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte. Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia. -Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: “Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles.” A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana.


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