¿Por qué la combinación de lluvia y ciudad es tan melancólica?

“Llueve en mi corazón como llueve en la ciudad”, escribió Paul Verlaine, no sin melancolía, y con ese par de versos inauguró un sentimiento que solo existe cuando ambas circunstancias se conjugan: la lluvia y la ciudad. Hay en la coincidencia de ambas una especie de desasosiego que no se siente, por ejemplo, en el campo, o no de la misma manera, y que quizá no se sentía antes de la irrupción de las grandes metrópolis en la historia de la civilización humana.

“Oh ruido dulce de la lluvia en el piso y en los techos”, continúa el poeta, evocando ese rítmico golpeteo que, a veces suave, a veces inclemente, se cierne sobre nuestros oídos, sea que estemos a buen resguardo o cobijados apenas por una cornisa en donde se aprietan otros tantos como nosotros a quienes la lluvia sorprendió en medio de la calle.

¿Quién no se ha puesto a pensar en plena lluvia? Porque esa cadencia también es hipnótica. Los hilos de agua se suceden sin cesar, los charcos crecen, el agua corre en imprevisible torrentes que arrastran consigo la materia efímera de la ciudad. La lluvia sigue, imperturbable, infinita por un momento. ¿Y si nunca dejara de llover? ¿Y si el mundo comenzó en este instante? ¿Y si yo fuera otro? ¿Y si ella fuera la misma?

La mente piensa, pero quizá sería mejor decir que divaga, sigue el curso incierto de ese tejido que se deshila ante nuestros ojos. “Llueve sin razón”, dice Verlaine, porque también eso tiene la lluvia:

ocurre, nada más, madura, cae sencillamente, como la edad, el fruto y la catástrofe.

¿Por qué la combinación de lluvia y ciudad es tan melancólica? ¿Cómo saberlo? Lo más probable es que en la lluvia misma se encuentre la respuesta

 

Twitter del autor: @saturnesco


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