Entre la mitología mexica es fácil encontrar símbolos sustanciales como lo es el árbol. Recordando a Herman Hesse –un destacado observador de árboles–, son estos seres de origen telúrico los mejores ejemplos de lo que es la fuerza. Porque en indefinidas ocasiones le muestran al hombre su fortaleza, a pesar de que su vida pareciera una eternidad. El árbol revela su lozanía y su confianza a quien se atreve a descubrir que también es él una especie de santuario silencioso.
No sorprende que para los mexicas, la figura del árbol haya existido como un símbolo sagrado. Incluso cósmico. Se puede leer metafóricamente en su Mito de los trece cielos, donde nos revelan cómo está compuesto el universo de este, el Quinto Sol, que básicamente son trece cielos, nueve inframundos, y un plano terrenal.
Tanto los cielos como los inframundos conforman la región vertical del universo, mientras que la tierra, en forma horizontal, se desdobla en 4 puntos cardinales. En estos cuatro rincones del mundo podemos observar, siguiendo su cosmovisión, la presencia de cuatro árboles sagrados que significan un Dios.
Al Este se encuentra el dios de la lluvia, Tlaloc, quien también se distingue por ser el dios de la fertilidad, la vida. En el Este también tuvo su origen el Sol.
El Oeste figura como Chalchiuhtlicue, la diosa de los lagos y las corrientes de agua. Se dice que durante su reinado, en el Cuarto Sol, el cielo era de agua, que ella hizo caerlo a manera de diluvio y entonces los hombres se convirtieron en peces. Es la dualidad de Tláloc y en algunas ocasiones representa el agua de los cenotes, aquellas cuevas sagradas que encierran la vida, por tratarse de conductos acuosos hacía el inframundo (también el origen). El Oeste es el extremo donde el Sol se oculta, mismo donde se guarda también la energía.
El Norte era custodiado por Mictlantecuhtli, dios de la muerte, de las sombras, del inframundo.
En el Sur regía Xochipilli, el príncipe de las flores, símbolo de la voluta, aquella que representa la poesía y el canto (según se dice, las flores y el canto son las esencias más elevadas que coexisten en la tierra para penetrar en los ámbitos de la verdad).
En el centro figura Tonatiuh, dios del Sol.
Cada uno de los planos geográficos que constituían a los puntos cardinales se representaban con un árbol y un color. Los árboles eran los conductores del eco del cosmos. Fungían como pilares sostenedores (la fuerza); cada uno era un dios. El eco del cosmos se hacía resonar a través de sus huecos troncos y hasta llegar al mundo. Según fuera la acción del hombre era la rigidez con que resonaba aquella reverberación en el mundo. Ya fuera si el hombre había orado y ofrendado a los dioses con lo más preciado (la sangre) o había errado, haciéndose acreedor de los terribles azotes de los elementos.
En muchas ocasiones estos arboles coloridos fueron pintados con aves en sus ramas y sus raíces se extendidas por tierra o agua (a veces encima de un monstruo de agua del inframundo).
Los árboles sagrados de los mexicas también eran árboles cósmicos. Se conectaban con el universo. Conectaban al mundo con aquél, en una bella apología que predica el ciclo de la vida, una era más del Sol. Y bajo esta metáfora se sitúa también el árbol, el máximo ejemplo del ciclo de la vida eterna, quien podrá morir suficientes veces pero siempre renacerá con la primavera.
Twitter de la autora: @surrealindeath
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