Pese a que el prolífico Octavio Paz nació en plena revolución un 31 de marzo de 1914, en la calle Venecia #14 de la colonia Juárez –la antigua casa de sus padres–, fue en Mixcoac donde vivió su niñez y buena parte de su adolescencia; un barrio que en su época era más bien un pueblo de tradición: “Mixcoac estaba vivo, con una vida que ya no existe en las grandes ciudades”, dice.
En Mixcoac vivió en la casa de su abuelo Ireneo Paz, un abogado, escritor, periodista y soldado retirado de las fuerzas de Porfirio Díaz. De esta gran casa, hogar de muchos de sus grandes recuerdos, puntualiza que muchos líderes zapatistas y campesinos la visitaban, en busca de su padre quien prestaba sus servicios de abogacía en pleitos y demandas de tierras. Su padre además de abogado fue un escribano.
En Pasado en claro, uno de sus poemas de Paz, nos describe dicho hogar:
Casa grande,
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
-su torre les llegaba a las rodillas
pero su doble lengua de metal
a los difuntos despertaba.
Bajo la arcada, en garbas militares,
las cañas, lanzas verdes,
carabinas de azúcar;
en el portal, el tendejón magenta:
frescor de agua en penumbra,
ancestrales petates, luz trenzada,
y sobre el zinc del mostrador,
diminutos planetas desprendidos
del árbol meridiano,
los tejocotes y las mandarinas,
amarillos montones de dulzura.
Giran los años en la plaza,
rueda de Santa Catalina,
y no se mueven.
Otro de los escritos donde podemos encontrar reminiscencias del viejo barrio de Mixcoac –el Mixcoac de Octavio Paz– es la recopilación de algunos textos del autor, realizada por Guillermo Sheridan y Gustavo Jiménez Aguirre y publicada en el diario Reforma el 6 de abril de 1994 en sus 80 años, que toma por nombre Octavio Paz Por el mismo. El siguiente es solo uno de sus fragmentos:
La calle de Goya se llamaba la Calle de las Flores. Arboles corpulentos y casas severas, un poco tristes. Su vecina, la Calle de la Campana, se unía al final con el río de Mixcoac. Un puentecillo de piedra, niños harapientos y perros flacos. El río era un hilo de agua negruzca y fétida, un arroyo seco la mitad del año. Lo redimían los eucaliptos de sus orillas. La calle y el río desembocaban en la estación de los tranvías. En la estación había un puesto de periódicos, algunos comercios y una cantina. Nos prohibían la entrada a los menores y yo escuchaba, desde la puerta, las risotadas y el ruido de las fichas de dominó al rodar por las mesas. Cerca de la estación de los tranvías estaba la escuela primaria oficial para varones. Una construcción digna, un poco triste, de muros espesos y grandes ventanales. Desarbolada pero con buenas canchas de basquetball. Yo era aficionado a ese juego y por eso trabé amistad con muchachos de esa escuela. En aquella época, las instituciones educativas del gobierno gozaban de gran prestigio y aquel colegio rivalizaba con los dos privados, el francés de los hermanos de Lasalle (El Zacatito) y el Williams, inglés. En El Zacatito estudié los primeros cuatro años de la primaria, aprendí (y muy bien) los rudimentos de la gramática, la aritmética, la geografía, la historia de México (menos bien) y la historia sagrada. En la capilla me aburría durante las misas interminables. Para escapar al suplicio de ese ocio obligado y de la dureza de las bancas, me di a urdir fantasías y quimeras licenciosas. Así descubrí el pecado y temblé ante la idea de la muerte.
Aquí puedes encontrar el texto completo.
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