El concurso de carruajes, que también fue un Combate de Flores, fue un curioso desfile y certamen en México que premiaba con puños de pétalos al más ornamentado.
El carruaje fue el primer coche de caballos. Ubicado por primera vez en el Renacimiento, fue –y probablemente sigue siendo– un modelo de arte y funcionalidad para moverse en la urbanidad. Pero si se analiza bien, éste –su fin como medio de transporte– no ha sido su única trascendencia. Para que los carruajes pudieran trasladarse de un lugar a otro era necesaria una transformación radical de las calles. Una evolución de las ciudades. Y es a partir del coche tirado por caballos que la Ciudad de México comienza a expandirse.
En la época del Porfiriato muchas cosas cambiaron. Una de ellas fue el modo en que las personas se divertían –ya fuere atracciones públicas o privadas–: paseos dominicales, obras de teatro, el circo, el cine y también los concursos de carruajes.
Se llamaban en realidad Combates de Flores. Unos 23 carruajes participaron en su primera edición, según se dice, el 1ero. de abril de 1890.
En este estilizado certamen, los participantes –dueños de los carruajes más exóticos y bien ornamentados–, celebraban en la Ciudad de México arrojándose flores. Luego de un recorrido simbólico que cruzaba las calles de Puente de San Francisco (Av. Juárez y San Juan de Letrán), el Calvario (Av. Juárez) y Paseo de la Reforma –dando la vuelta en el Monumento a Cuauhtémoc, que en ese entonces se encontraba rodeado de milpas– los concursantes exhibían sus carruajes con rebosantes adornos y luego comenzaban con la contienda pacífica.
Cada dueño de un carruaje era libre de echar flores a otros.
Si bien es cierto, esta celebración fue retomada de la cultura francesa por el presidente Porfirio, misma que comenzó en el año de 1890 y fue retomada en 1910, 1920, los años 60’s –con la aparición en el desfile de modelos de automóviles clásicos– y recientemente este año, en el estado de Puebla.
Hoy en día el carruaje es solo un objeto más de exhibición en las repisas museísticas. Y quizá es esta cualidad –la misma que una pieza de arte–, la que los mantiene con vida, al menos, en el inconsciente colectivo de la modernidad.
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