Son los tranvías los principales antecedentes de los autos funerarios que conocemos hoy.
Desde épocas prehispánicas, los habitantes de esta magnífica ciudad han tenido la necesidad de transportarse. Antes de la Conquista, en lo que fuera Tenochtitlán, se utilizaban canoas y trajineras para trasladarse de manera práctica y eficaz por los cinco lagos que constituían la ciudad mexica. Luego de la llegada de los españoles, fueron animales como burros, mulas y caballos los que se encargaron de tirar de carretas y carruajes para mover a los capitalinos.
A decir verdad, los primeros tranvías que transitaron la urbe lo hacían con mulas, y por esto se le llamaban “tranvías de mulitas”. Para 1883 nació la Compañía de Ferrocarriles y Tranvías. Existía una terminal en el Zócalo, de donde partían estos medios de transporte para llevar a citadinos a distintos barrios de la ciudad.
Entrado el siglo XX, Porfirio Díaz inauguró la primera línea de tranvías eléctricos. Aquella salía desde Indianilla hasta Tacubaya. Sin duda la aparición de estos nuevos medios de transporte marcó un parteaguas en la historia del desarrollo urbano para la Ciudad de México.
Pero además de trasladar a los pobladores de la metrópoli, los tranvías comenzaron a adoptar un nuevo rol. En 1859, Benito Juárez incluyó en las Leyes de Reforma la secularización de los cementerios. Esta implementación prohibía que los capitalinos enterraran a sus muertos en los predios de las iglesias y parroquias, ya que se trataba de un acto que podía desencadenar problemas para la salud pública.
Es por esto que de manera clandestina, surgieron nuevos panteones a las afueras de la ciudad. Y para llegar a éstos, había que trasladarse en tranvías. Según crónicas de la época, la gente acostumbraba velar a los difuntos cerca de las vías, para que el servicio funerario (además de práctico) fuera más económico.
Como cada vez eran más las personas que contrataban a los tranvías para que fungieran como carrozas fúnebres, la Compañía de Tranvías Eléctricos de México empezó a fabricar tranvías ex profeso para esta común procesión. Había de distintos tamaños, con diferentes detalles y para toda clase de presupuestos. Así, cualquier capitalino podía acceder a este servicio, sin importar su nivel socioeconómico. Cabe aclarar, que algunos optaban por los tranvías de mulitas, ya que eran más baratos.
A principios del siglo XX había casi un centenar de tranvías fúnebres, que se adornaban con flores y otros arreglos para transitar la ciudad y llegar hasta la periferia con el propósito de bajar el féretro y enterrarlo en los cementerios públicos.
Pronto la urbanización alcanzó a la ciudad, y con la llegada de los automóviles, los servicios tuvieron que adaptarse. Uno de los primeros autos que adoptó el papel de carro funerario fue el Cadillac, donde a diferencia de los tranvías, solamente daban cabida a los ataúdes. El grupo de gente que acompañaba al difunto lo seguía a pie desde atrás.
De ahí viene la tradición de procesión, esas caravanas que de pronto vemos por las calles de distintas ciudades del país y que siguen a un coche fúnebre. El cortejo camina una última vez con el ser querido, lo acompaña hasta el lugar del entierro para ofrecerle una emotiva despedida.
Lo cierto es que resulta interesante ver cómo estas pequeñas tradiciones de la cotidianeidad mexicana vienen desde hace tantas décadas, por casualidades que muchas veces ignoramos pero que le otorgan un sentido especial a esas costumbres que definen nuestra idiosincrasia. La próxima vez que un auto funerario transite las calles de esta ciudad, será motivo para un episodio más de nostalgia urbana.