Después de recorrer distintos sitios, los restos del conquistador español llegaron a un templo inadvertido del Centro Histórico.
En el corazón de la Ciudad de México se erige un templo de carácter católico, que a simple vista puede pasar desapercibido pero cuenta con una historia fantástica que lo hace destacar entre las demás edificaciones del Centro Histórico. Su construcción data del siglo XVII, cuenta con la portada de la primera Catedral de México, la cual se mandó realizar en el siglo XVI y es uno de los pocos detalles arquitectónicos de aquella época que aún prevalecen en la capital.
En 1524, Hernán Cortés mandó fundar un hospital en Huitzilac, una zona cuyo topónimo en náhuatl quiere decir “lugar de colibríes”. Se dice que cerca de aquel paraje se dio el afamado primer encuentro entre Moctezuma y el conquistador español.
Fue Alfonso Pérez de Castañeda quien dio inicio a la construcción de la iglesia, que se levantó junto al hospital en 1601. No obstante, dicho predio permaneció en obra negra hasta 1662. No fue hasta 1665, cuando se nombró al capellán de la iglesia, que se decidió culminar el templo y dedicárselo a Jesus Nazareno.
De manera oficial, la iglesia abrió sus puertas en 1668. Pero durante las siguientes décadas se siguieron levantando torres, bóvedas y techos que le otorgaron una identidad propia a la edificación. Un ejemplo de esto fue la fachada lateral renacentista, que se hizo en el siglo XIX por el arquitecto italiano José Besozzi. De igual manera, el templo es conocido por contar con un asombroso mural de José Clemente Orozco. Pero si algo sobresale de la historia de este edificio es su relación con los restos de Hernán Cortés.
Tras su muerte, el español fue enterrado en Sevilla. No obstante, Cortés había ordenado en vida que sus restos fueran llevados a la Nueva España. Primeramente, fueron trasladados a la Iglesia de San Francisco, en Texcoco. Tiempo después se depositaron en otro templo aledaño. Para el siglo XVIII fueron llevados al Templo de Jesús Nazareno, sitio donde Manuel Tolsá realizó un mausoleo y un busto para el conquistador.
Al estallar las batallas de Independencia, varios amenazaron con destruir la tumba y quemar el cadáver. Para evitar esto, mandaron a exhumar el cuerpo de Cortés, y escondieron los restos bajo el altar mayor de la parroquia. Pronto se pasaron a un nicho, sin inscripción para que nadie sospechara de su paradero.
No fue hasta 1946 que se encontraron de nuevo los restos, y un año más tarde de confirmar su autenticidad fueron regresados al muro del Templo Jesús Nazareno, donde finalmente se colocó una placa conmemorativa. Sin duda se trata de una historia fascinante, que muchos ignoran porque está prohibida la visita o las fotografías al nicho. Sin embargo, resulta interesante pensar que en el corazón de la ciudad yace el conquistador que cambió el curso de la Ciudad de México para siempre.