Empecemos a compartir nuestras historias para aliviar un poco el alma …
Ese martes el piso se movió, y de pronto, en menos de dos minutos la Ciudad de México quedó en estado de emergencia. El terremoto irrumpió en la normalidad y se llevó a su paso vidas y edificios enteros. Todos los que estábamos aquí sentimos, por un instante, que nada iba a volver a ser lo mismo y ante la inmensa necesidad de ayuda, las historias de ese día se quedaron suspendidas de nuestra memoria porque los testimonios vienen después de la emergencia.
Sin embargo, hablar de lo que vivimos puede ayudar a apaciguar la cabeza. Y en honor a esta necesidad de compartir y contar anécdotas para aminorar el miedo, hace unos días, una de las revistas literarias más prestigiadas del mundo, The New Yorker publicó un artículo titulado La historia de mi casa en la Ciudad de México durante el terremoto. Una pieza periodística en la que Francisco Goldman comparte su historia del temblor.
Según lo relata el afamado escritor, antes de la catástrofe pocas cosas lo ponían tan contento como vivir en un departamento hermoso de la Roma Norte. Tomar un café en la esquina, pararse frente a la ventana a contemplar los árboles tropicales que estaban en la calle y en las mañanas transparentes alcanzar a ver el volcán Popocatépetl y pensar “es como una escultura blanca de origami”.
Antes de vivir en México, Francisco Goldman pensaba que no le tenía miedo a los terremotos. Sin embargo, todo lo que el escritor creía saber de placas tectónicas y de su casa cambió cuando ocurrió el sismo del 7 de septiembre y se percató lo peligroso que era bajar a la planta baja de su casa. El edifico crujía “como si fuera un barco atrapado en la tormenta”
Se sintió tan intenso que en las escaleras su pareja se despidió de él apocalípticamente. La luz se fue y la noche se hizo larga y hostil. Sus vecinos se quedaron dos horas en el parque porque no querían entrar a sus casas. En ese instante Francisco notó que esa reacción no era nueva ya que aquí todos continúan padeciendo los estragos del terremoto del 85, incluso lo que no lo vivieron.
La prueba de esto la pudo constatar casi dos semanas después, cuando en pleno aniversario luctuoso del 19 de septiembre de 1985, un nuevo temblor sacudió violentamente el piso de la Ciudad de México. Francisco Goldman estaba dentro de su departamento a punto de comer y al notar la violencia con la que las cosas a su alrededor se sacudían se sentó en el suelo a esperar que pasara, pero no pasaba.
Sintió que “el piso se movía como un océano” y vio como el calentador se caía violentamente. En el aire empezó a flotaba un olor a gas contundente. Habían vidrios y agua deambulando por el suelo. ”Me dije a mí mismo que no iba a morir, pero en el fondo no estaba tan seguro”.
Lo que siguió a ese momento es una historia conocida por todos los capitalinos. Pasar horas en un parque sin saber a dónde ir, no poder fumar por las cuantiosas fugas de gas, ver personas heridas en la calle y saber que en algún lado hay personas muertas o debajo de los escombros, todo eso pasa cuando deja de temblar. Tras muchas horas de espera y de malas noticias de pronto el escritor norteamericano se percató que nunca regresaría a su casa, en menos de dos minutos el lugar se había hecho inhabitable.
De todas las palabras profundas y brutales que tiene esta crónica publicada en The New Yorker , vale la pena destacar las impresiones que este autor puso acerca de la solidaridad de los mexicanos. “Los voluntarios son extraordinarios. En muchos lugares hay más gente civil ayudando que personas del gobierno… Los chilangos están entregados a su urbe y por eso la Ciudad de México se ha convertido en un bastión de progreso e idealismo.”
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