La fachada de esta construcción fue elaborada con un tipo de roca volcánica.
A finales del siglo XIX, surgió en el Gobierno Federal la necesidad de crear una institución que se dedicara a investigar, difundir y enseñar la ciencia de la geología, en pos de conocer y enaltecer los recursos naturales explotables del país. Es por esto que en 1886, por iniciativa del ingeniero geólogo don Antonio del Castillo, nació la Comisión Geológica Nacional.
Dos años más tarde, la comisión evolucionó para convertirse en el Instituto Geológico Nacional. Ya establecido, este lugar se dio a la tarea de estudiar el desarrollo de las industrias mineras y petroleras, para implementar el uso de los minerales no metálicos, aprovechar las aguas superficiales y hacer buen uso del subsuelo en las actividades agrícolas.
Pronto surgió una nueva necesidad: un edificio que albergara el personal del instituto. Fue hasta 1890 que se inició la construcción de lo que hoy conocemos como el Museo de Geología, que se erige en lo que fuera la 5ta calle del Ciprés no. 2728 en la colonia Santa María la Ribera.
Carlos Herrera López fue el arquitecto que dirigió la obra, en colaboración con el ingeniero José Guadalupe Aguilera Serrano, quien fue responsable de los planos del recinto. 1906 fue el año de inauguración de la apabullante edificación, que hasta la fecha significa un majestuoso ejemplo de la arquitectura ecléctica del porfiriato.
Y es que es sabido que esta época fue una de suma relevancia cuando del paisaje urbano se trata. Como otros edificios de aquel tiempo, el museo cuenta con detales franceses, pero que fueron interrumpidos con motivos prehispánicos.
Destaca, desde luego, la hermosa fachada del lugar que fue labrada con ignimbrita, un tipo de roca volcánica proveniente del Estado de México. Al ver de frente el museo, uno puede apreciar su forma cuadrangular, compuesta por tres bloques casi idénticos. Asimismo, se desdobla un trabajo plausible de cantera, que expone en relieve fósiles de peses, conchas y reptiles. Para rematar la parte superior, un reloj de manecillas yace incólume para medir el tiempo melódicamente.
El interior también es impresionante, pues al entrar, un vestíbulo maravilloso les da la bienvenida a los visitantes. Los pisos son de mosaico y evocan un estilo pompeyano, mientras que la escalinata responde a la corriente art nouveau, y fue elaborada en Alemania. Arriba de la escalera se plasma un paisaje del pintor mexicano José María Velasco, quien representó en una espectacular pieza la evolución de la vida sobre la Tierra, desde sus orígenes marítimos hasta la aparición del hombre.
Los pisos del museo son de parquet francés y los muebles, que fueron hechos ex profeso para adornar esta edificación, tienen grabado un mazo y un martillo, aspectos intrínsecos del emblema del Instituto de Geología.
Para 1929 la institución pasó a formar parte de la UNAM, y en 1956 el personal se trasladó a Ciudad Universitaria. Así, el edificio se convirtió en museo, uno que se desdobla por lo que hoy es la calle Jaime Torres Bodet y no solo supone una joya de la arquitectura ecléctica, sino que también es un espacio que resguarda el patrimonio de las ciencias de la Tierra en México.