Octavio Irineo Paz Lozano (1914-1998).
Estoy presente en todas partes, y para ver mejor, para mejor arder, me apago.
—Octavio Paz
El 19 de abril de 1998, Octavio Paz, uno de los escritores más grandes que ha tenido nuestro país murió en Coyoacán. Un México desgarrado despidió aquel día a su Premio Nobel de Literatura, uno de los más importantes intelectuales de la historia de la cultura mexicana, el autor de tantos libros espectaculares, probablemente, uno de los poetas más grandes de la lengua hispana. Por azares del destino, Paz murió en una casa que no era la suya, una preciosa y antigua residencia que hoy es la sede de la Fonoteca Nacional.
Un poco más de un año antes de la muerte de Paz, en diciembre de 1996, un incendio en el departamento de la calle Río Elba (en la colonia Cuauhtémoc) donde vivía con su esposa María José los obligó a mudarse, además de destruir una buena parte de la biblioteca del escritor; este suceso lo sumió en una profunda depresión, misma que causó el avance rápido y fatal de la enfermedad que tenía: cáncer. “Los libros se van como se van los amigos”, declaró el poeta lleno de tristeza después del incendio en el que, dicho sea de paso, perdió volúmenes de Rubén Darío, Manuel Díaz Mirón y Manuel José Othón, y cuadros de sus amigos Juan Soriano, Gunther Gerzso o Roberto Malta, además de la biblioteca de su abuelo Irineo Paz.
Tras haber pasado unas cuantas semanas en un hotel de Polanco, en enero de 1997, la Presidencia de la República trasladó a un Paz viejo y enfermo (tenía entonces 82 años) a la Casa Alvarado, la vieja residencia localizada en una de las calles más bellas de la Ciudad de México, Francisco Sosa, en el Barrio de Santa Catarina, Coyoacán. Así, el último año de vida del intelectual, lo pasó en esta antigua edificación, habitada por la belleza y los fantasmas del pasado.
Durante un tiempo, después de la muerte del artista, la Casa Alvarado fue la sede de la renombrada Fundación Octavio Paz, para después convertirse en la Fonoteca Nacional. Los pasillos y jardines de esta preciosa edificación del siglo XVIII aún murmuran, a quien presta atención, secretos de los últimos meses de vida del gigante de las letras mexicanas y nos recuerdan algo que éste ya había dicho muchos años antes de morir: “La muerte no está fuera del hombre, no es un hecho extraño que le venga del exterior. La muerte es inseparable de nosotros. No está fuera: es nosotros. Vivir es morir. Vivir es dar la cara a la muerte. La muerte es el vacío, el espacio abierto, que permite el paso hacia delante.”