Tiembla: antología de crónicas sobre el terremoto del 19S

El sismo nos recordó que el piso no es tan firme como creíamos.

“El sismo me sacudió en el septimo piso.”

“Mi hermano ayudó a quitar escombros en la colonia roma”

“Mi abogado no pudó salir del edificio que se desplomó en la narvarte.”

Todos tenemos una historia de aquel día terrible, donde la CDMX se sacudió por completo. Nuestra vida es una antes de las 13:13 hrs., de aquel 19 de septiembre, y para muchos, la vida fue otra después de las 13:14 del 19S. Aquel día difícil de recordar, sin importar diferencias, religión, sexo, condición social, raza o color, la ciudad entera se unió con valentía con un solo propósito: ayudar a los damnificados.

Tiembla, es la antología donde 35 autores narran lo que vivieron en los terremotos de septiembre de 2017 en México, y participan con crónicas seleccionadas y editadas por Diego Fonseca.

Algunos de los escritores de la antología son: Carlos Manuel Álvarez, Lydia Cacho, Alejandro Zambra, Marcela Turati, Cristina Rivera Garza, Juan Villoro, David Miklos y Verónica Gerber Bicecci, contando  sobre los sucesos que dejó el sismo, los damnificados y los daños a inmuebles.

Lo escritores participantes donaron sus trabajos para conformar este libro, cuyo cien por ciento de ganancias se destinará a la campaña de recaudación Tejamos Oaxaca, llevada a cabo por Fondo Ventura, Editorial Almadía y Proveedora Escolar. Además el artista plástico oaxaqueño, Francisco Toledo cedió los derechos de la obra “Horrible temblor”, para la portada del libro.

Aquí te dejamos  un extracto del texto de Carlos Bravo Regidor.

Apenas sentí el temblor bajo mis pies, con un brazo cargué a Emilia y con otra mano arrastré la carriola. Corrí al centro de la calle esquivando autos cuyos choferes desconcertados no frenaban. Un hombre nos abrazó y me dijo: “Suelta la carriola, abraza a tu bebé”. Supongo que era estúpido estar aferrada al carrito en medio del terremoto, pero quizás era la memoria de mi cuerpo que me decía sujetar la mano de mi otra hija que estaba a tres kilómetros de distancia, en la guardería. A lo lejos escuché el estruendo de un edificio que colapsaba. Vi el polvo elevarse hacia el cielo. Miré a mi hija y le dije: “Estamos bien hija, estamos bien”. Emilia se sentía segura en mis brazos y jugaba aún con la azucarera que habíamos robado sin querer de la cafetería. Hasta que una explosión la sacó de su calma y se puso a llorar. La apreté y le repetí: “Estamos bien hija. Todo estará bien”. Entonces me sentí útil para ella.

Caminé dos horas para llegar por mi otra hija a la guardería, me llevó el doble de tiempo de una caminata normal. Fue un paseo apocalíptico. Conforme avanzaba al norte de la ciudad, veía más edificios derrumbados. Las calles olían a gas y varias explosiones sonaron a la redonda. ¿Así se siente una guerra? Caminé sorteando calles y al mismo tiempo queriendo llegar a las ruinas. Llegué a la esquina de Ámsterdam y Laredo, un edificio de ocho pisos más planta baja que colapsó con nueve personas dentro. Sólo dos hombres sobrevivieron, ambos fotógrafos. Un grupo de personas empujaba una patrulla policial que había sido aplastada por los balcones, otro acercaba un trascabo que, con su gran mano mecánica, me recordó lo insignificantes que eran mis manos. Intenté sumarme a la cadena de personas que pasaban uno a uno los bloques de cemento para rescatar sobrevivientes, quería ser parte de algo, como si perderme entre esos brazos y ese polvo me hiciera menos vulnerable. Pero Emilia, amarrada a mi pecho, me recordó otra vez que era madre, que mi otra niña esperaba por mí, y supe que tenía que irme de allí. Al pie de las ruinas, una joven mujer lloraba sin consuelo. Fue la primera vez que sentí la muerte. Me alejé y lloré con ella. Entendí que no tenía nada qué hacer. Que si a alguien debía salvar, que si algo podían sostener mis manos, era a mis propias hijas. Salvarlas del miedo, de la duda, de la misma tormenta que mi mamá me salvaba en las noches de mi infancia.

Seguí el camino sintiéndome sola. Egoísta. Inútil. Las calles se llenaban de gente anónima cargando escombros, atendiendo heridos, llevando agua, mientras yo sólo tenía la urgencia de llegar a casa. Caminé con miedo a la réplica, miedo al árbol, al poste, al cable de luz. Atrás quedaron más cadenas humanas quitando, mano a mano, los escombros; levantando el puño para pedir silencio, en una poderosa metáfora de lo que esta ciudad ha (había) perdido, su disposición a escuchar al otro.

Atrás los edificios derrumbados, clóset, comedor, colchón, cortina, vajilla, fotos enmarcadas, oso de peluche, zapatos, invitaciones, balón, televisor, tocador, escritorio, ropa, comida, libros, plantas, más fotografías, actas que demuestran que nacimos, que hicimos, que compramos, que amamos, que morimos. Ahí expuesta nuestra intimidad, nuestra fragilidad. El polvo que fuimos elevándose al cielo. Dicen que un análisis al polvo de las Torres Gemelas arrojó que 45.1 por ciento estaba hecho de lana de roca y fibra de vidrio, 31.8 por ciento de mezcla de plástico y hormigón, 7.891 por ciento de madera carbonizada, 2.1 por ciento de fibras de papel, dos por ciento de fibras sintéticas, 1.4 por ciento de fragmentos de vidrio, 1.4 por ciento de fibras naturales, 1.3 por ciento de restos humanos y una cantidad inferior a uno por ciento de medicamentos (ingeridos por los cuerpos), pintura, espuma y amianto. ¿De qué están hechos nuestros recuerdos, nuestro lugar, eso que llamamos casa?

Después de dos horas de andar a pie con los nueve kilos de Emilia a cuestas llegué a la guardería por mi hija mayor. Pero ella ya estaba con su papá. Él había cruzado la ciudad en bicicleta. Los encontré afuera de la casa intentando llamarme desde un teléfono público. Nos abrazamos y soltamos en llanto. Sabernos vivos, sabernos bien.

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