El semblante de la urbe se transforma cuando la lluvia llega a cubrir sus días…
Comúnmente, a la lluvia se le relaciona con la inconveniencia. Cuando los transeúntes sienten en sus rostros la caída de pequeñas pero densas gotas, los posibles problemas que éstas ocasionan se apoderan de sus mentes. El traslado se vuelve mucho más complejo, los charcos arruinan el calzado, el agua empapa las prendas, las calles se inundan y el tráfico detiene las arterias citadinas.
Pero si uno se toma unos minutos para repensarla, se puede percatar del carácter alegórico que envuelve al concepto de lluvia. De primera instancia, la lluvia alude a la melancolía. Las nubes grises se adueñan del cielo, y cualquier atisbo de luz es un mero espejismo. Es por esto que todo paraje que es testigo de este fenómeno natural se vuelve oscuro, y con esta oscuridad, sus habitantes atraviesan un periodo de tristeza.
Afortunadamente, la lluvia, al ser agua, cuenta también con un significado de limpia. Está la literal, que se deshace de la contaminación y se lleva el polvo. Y está también la simbólica, que regenera nuestros días para llenarlos de paz y tranquilidad. Es cierto que después de la tormenta viene la calma, y que los arcoíris no aparecen hasta después de la lluvia que azota una ciudad. Así que conviene soportar el agua que el cielo nos brinda, para apreciar con más regocijo la luz que nacerá. Mientras eso sucede, aquí algunas imágenes que muestran el rostro de la Ciudad de México bajo la lluvia: