Oscar Hagerman, el arquitecto de la felicidad.
Oscar Hagerman es hijo de padre sueco y madre gallega, nacido en La Coruña, España, en 1936 que llegó a México cuando tenía 15 años. Y desde que se recibió de la Facultad de Arquitectura en la UNAM, se alió a los campesinos, indígenas y a los más pobres para estar cerca de la tierra, de “Los huicholitos”, como él los llama.
Hagerman se alejó de la ciudad, de la arquitectura monumental, la superficialidad y los rascacielos urbanos, para construir escuelas, hospitales, maternidades, albergues, viviendas, puentes y muebles para que alfareros, carpinteros y otros artesanos puedan mejorar su vida.
Hagerman afirma que “la arquitectura debe ser un canto a la vida, el canto de los que la habitan, porque lo más hermoso es que el proyecto salga de la gente”. Es por eso, que antes que crear obras que alimentan su ego, Hagerman crea proyectos que tratan de armonizar entorno, paisaje y tradiciones, para dignificar a las personas y rescatar sus valores culturales con un sentido solidario y democrático.
Es por eso, que este arquitecto se ha interesado en rescatar técnicas y materiales artesanales para integrarlos de nueva cuenta en la situación sociocultural actual, la ecología y una investigación arquitectónica referente a la tipología espacial de las diferentes zonas en las que trabaja. Para él la arquitectura no es una forma sino un servicio.
Óscar pensó en la silla del cuadro de Van Gogh que es la más conmovedora de las sillas del planeta Tierra, pero quiso que fuera cómoda y pensó mucho en cómo hacerle para que a nadie le dolieran con las que nos sentamos. Pendiente de cada uno de los pasos de su fabricación, que fue muy sencilla de hacer.
Hagerman ha trabajado haciendo ataúdes para difuntos en una cooperativa, donde ganaba tres centavos. A ellos les regaló el diseño de una silla, que gustó tanto que recibió un premio del Instituto Mexicano de Comercio Exterior. En la cárcel de Tenango del Valle, los presos tejieron el asiento de palma y así la silla se abarató aún más, y ahora se vende en todos lados, en las aceras, en los mercados, al borde de la carretera.
Así surgió la silla de Jiquipillas, la de las cooperativas de Carpinteros en Chiapas, y la silla de Vicente Guerrero, Chiapas, y la silla Maya, y Óscar sentó a los mexicanos más pobres en la silla tradicional, en la silla de palo que se ve en los pueblos, esa silla barata de pino de a 35 o 40 pesos, es la silla que usan los campesinos y les gusta tener en su casa, y les gusta sacar en la tarde frente a su casa para ver quién pasa, para ver “cómo se pasa la vida/ y cómo se viene la muerte/ tan callando”.
Cientos de miles de estas sillas entraron a las casas más humildes y los mexicanos se sentaron en la noche alrededor del fuego, del relato, a comentar los sucesos del día, en el descanso bien ganado en una silla generosa que los recibía y los arrullaba. Cientos de miles de mexicanos vivieron de la fabricación de esta silla que ahora es parte de nuestra vida cotidiana. Es por eso que a Oscar le interesa el mobiliario, porque es la más pequeña de las arquitecturas.
Hace casi cincuenta años que se dedica a las comunidades indígenas y es el arquitecto más sabio de México. Trabaja con lentitud, porque nunca hay dinero más que para levantar un cuarto tras otro y Oscar jamás cobra su trabajo.