Esta historia narra la leyenda de el dios de la dualidad.
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En la mitología mexica Ometéotl es el dios de la creación, Ometecuhtli (El Señor dos) y Omecihuatl (La Señora Dos) eran las energías que formaban la dualidad creadora en la religión mexica. Miguel León-Portilla traduce a Ometéotl (energía dual) como Señor/Señora de la dualidad, implicando un solo dios de carácter dual. Ometecuhtli representa la esencia masculina de la creación, Omecíhuatl es su esposa. Es un dios antiguo sin templos y casi desconocido por el pueblo, pero muy nombrado en los poemas de las clases altas, debido a que se lo menciona de una manera que parece ignorar el resto de la Cosmogonía mexica. Aquí te dejamos la leyenda de este dios de la dualidad. En los orígenes de todo lo que nos rodea, una gran pareja vivía en lo más alto de los espacios visibles e invisibles en las alturas infinitas del cosmos. Ambos eran magos sabios y con sus bastones de fuego inventaban mil figuras en los espacios. Se dice que ellos tenían el don de darle vida a todas las formas concretas. Ella se llamaba Omecihuatl y él, Ometecuhtli. Cada vez que otorgaban existencia a algún ser, su nombre se transformaba a Tonacacihuatl el de ella, y Tonacatecuhtli el de él. La pareja creadora existía incesante. Tonacacihuatl había tenido muchos hijos y ellos la respetaban hasta la adoración como una madre. Pero un día, sin poder explicarse por qué, se vio a Tonacacihuatl arrullando a una piedra. “¿Cómo era posible qué, en lugar de arrullar a sus hijos, tuviera entre sus brazos a un mineral sin forma?” Aquella piedra era un Tecpatl, un pedernal, un cuarzo duro y lustroso, como si fuera de cera, cuyos bordes, cual cristal opaco, despedían chispas y hacían que relumbrara su color grisáceo con tonos amarillentos. Miraba con tanto amor a su pedernal, que a todos sus hijos les produjo una inquietud explicable: -Nuestra madre quiere más a una piedra inanimada que a mí que produzco la lluvia Dijo Tlaloc. -Y yo que adorno como con faldas de esmeraldas toda superficie y doy el agua que refresca: lagos, lagunas, ríos y mares, no soy tomada en cuenta ya por nuestra madre. Afirmó Chalchiutlicue. -¿Y qué puedo decir yo, Huitzilopochtli, que soy la gran fuerza de voluntad para continuar la guerra creadora que haga eterna la vida del universo? Parece que me ha olvidado. Tezcatlipoca y Quetzalcoatl permanecieron callados. El primero como burlón; el segundo meditando. Camaxtle propuso arrojar el pedernal a la Tierra. “¡Que así se haga!” Exclamaron otra vez casi todos. Los adoloridos hermanos pusieron en acción sus proyectos y tomaron entre sus manos al pedernal y lo lanzaron rumbo a la Tierra entre violentas ofensas. Sucedió que al chocar el pedernal contra las rocas de los montes e ir rodando entre las piedras, sacaba chispas fulgurantes, espléndidas, relucientes, que se iban transformando en figuras humanas llenas de energías y que se levantaban como si hubieran despertado de un largo viaje. Cuando el pedernal quedó inmóvil habían nacido de él mil seiscientas figurillas que parecían duendecillos tan ágiles como las chispas que los habían formado. Entre todos levantaron al pedernal y lo colocaron frente a las siete cuevas. Luego se dedicaron a recorrer aquellos sitios y a aventurarse por el interior de aquellas cavernas. Con el resplandor que los duendecillos despedían se iluminaban los misteriosos interiores por donde penetraban. Los mil seiscientos hijos del pedernal comenzaron a aburrirse de andar por los mismos recovecos y los duendecillos decidieron crear algo para beneficiar al mundo. Totli pidió los derechos para poder crear nuevos hombres y el de saber cómo educarlos. Todos duendecillos estuvieron de acuerdo con tal petición. Para crear hombres era necesario tener un hueso de los antiguos gigantes del Mictlán y luego sacrificarse sobre el hueso con piquetes de púas de maguey hasta sangrar. Cuando los huesos sientan el calor de la sangre se convertirán en un hombre y en una mujer que pronto tendrán una abundante descendencia. Los hijos del pedernal buscaron espinas de maguey y con ellas se punzaron y se sacaron sangre. Cuando terminaron sus sacrificios, los mil seiscientos duendecillos contemplaron la infinidad de los espacios y miraron el transcurso del sol durante cuatro días, al cabo de los cuales, de uno de los huesos brotó un hermoso niño que y depositado en un cesto, donde con leche de cardo lo alimentó. Después de varios sacrificios y una larga esperar, de los fragmentos restantes, surgió una lindísima niña. Luego tomaron el pedernal, lo frotaron con unas rocas y brotó un fuego tan agradable que los niños sonrieron de placer, pues aquellos lugares eran muy fríos y al sentir el calor despedido por el hogar, pareció que lo bendecían con sus alegres balbuceos. Así fue como los seres humanos de esos tiempos se dedicaron gozosos a realizar las actividades para las cuales fueron educados, con el propósito de asegurar la armonía de su sociedad con el cosmos.