Cuentos mexicanos de terror que provocan escalofríos de una manera magistral.
Durante estos tiempos extraños, los días parecen mezclarse unos con otros, y el tiempo deja de tener sentido. Muchos de nosotros comenzamos a experimentar una realidad distorsionada, por lo que nuestras noches se extienden y estiran. De repente, ya son las 3 de la mañana y seguimos en la sala o en la computadora sin saber qué hacer. Una de las mejores maneras de aprovechar las sombras nocturnas y el tiempo petrificado es leer un buen cuento de terror. Por eso es que aquí te traemos una compilación de cuentos mexicanos de terror que te acompañarán en la madrugada, y tal vez te manden directo a la cama, con el temor de las criaturas que acechan en la oscuridad.
El huésped, Amparo Dávila
Imagen de: journeylines.com.au
La maestra de la narración corta y tenebrosa no podía faltar en nuestra lista. Su estilo perturbador e incisivo ha sido alabado por la crítica durante décadas, y no sin razón. La escritora zacatecana no tenía problema con explorar temas tan escabrosos como trastornos mentales y emocionales, el miedo, la soledad, la muerte y la locura. En este cuento, probablemente el más conocido de su obra, nos mantiene al filo de nuestro asiento en cada línea. La presencia amenazadora y borrosa del “huésped”, una criatura sin identificar que acecha a una familia, es suficiente para hacernos temer cualquier puerta cerrada en nuestra casa. Esta presencia pesada y hostil permea todos los pasajes de la narración. ¡Cuidado! No vaya a ser que después de leerlo escuches uñas o jadeos en alguno de tus cuartos.
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Chac Mool, Carlos Fuentes
Imagen de: Wikimedia Commons
Uno de los grandes novelistas mexicanos contemporáneos también incursionó en las narraciones cortas. No dejes que su lenguaje sencillo te engañe; la historia es sumamente profunda e intrincada, y logra conmocionar a sus lectores con maestría. Además, conjuga la época moderna de México con su pasado prehispánico. La muerte de Filiberto es aparentemente muy clara: se dice que murió ahogado en Acapulco. Sin embargo, mientras uno de sus amigos lee su diario, se da cuenta que hay mucho más detrás de ello. Al parecer una divinidad antigua movía los hilos de la vida de Filiberto, y lo condujo a su trágico fin. Todo parece provenir de una estatua de Chac Mool escondida en su sótano, que parece estar cobrando vida…
Lee el cuento completo aquí.
Los niños de paja, Bernardo Esquinca
Imagen de: neostuff.net
Bernardo Esquinca es uno de los escritores jóvenes mexicanos más reconocidos de su generación. Su estilo fusiona con sutileza la cotidianidad con lo ancestral, con lo místico y lo oculto. También logra adentrarse en la psique humana y recorrer sus pasadizos más estrechos y torcidos, para crear escenarios descarnados que logran estremecer hasta al más valiente. Sin embargo, también inserta una buena dosis de humor negro en sus narraciones. Este cuento es el mejor ejemplo de todo esto. Un grupo de amigos llega a un pueblo perdido en medio de la nada, donde parece no haber niños. Eventualmente, se dan cuenta que una guerra está a punto de estallar, y que todo parece salir de unas ruinas prehispánicas, donde un dios negro con cara de jaguar ha despertado.
Alta cocina, Amparo Dávila
Imagen de: isliada.org
Aquí el texto íntegro:
Cuando oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de todo a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.
Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los venían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.
En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos, y con más frecuencia si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el paltillo.
Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparad y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.
A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían, y me siguen aún, a todas partes.
Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.
Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daba una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.
Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas…
Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.
La vida secreta de los insectos, Bernardo Esquinca
Imagen de: yaconic.com
Aquí el texto íntegro:
Dos noticias: 1. Hoy voy a hablar con mi esposa, tras dos años de no hacerlo; 2. Mi esposa está muerta. Falleció hace dos años, en extrañas circunstancias.
Es mi día de descanso y “la cita” es hasta la noche, así que aprovecharé el tiempo para estar en la playa. A Lucía le encantaba el mar. No se metía a nadar, le tenía mucho respeto. Pero daba largas caminatas por la orilla y disfrutaba dejando que las olas le lamieran los pies descalzos. Curiosamente, en una ocasión me dijo que cuando muriera, el último lugar al que le gustaría que arrojaran sus cenizas sería el mar. “Una noche soñé que me moría y lo único que hacía era nadar y nadar en la oscuridad del fondo del océano, como un pez ciego”. No le puse mucha atención en ese momento —nadie toma con seriedad a una persona sana cuando habla de su muerte—, pero ahora lo recuerdo mientras meto unas latas de cerveza en la hielera y tomo un libro para tumbarme a leer bajo el sol.
Soy entomólogo forense. Me dedico a estudiar los insectos que invaden cadáveres y que proporcionan pistas para atrapar asesinos. A los bichos les gusta dejar sus huevos en el rostro, los ojos o la nariz de las víctimas. La clave es relacionar los ciclos biológicos de los insectos con las etapas de descomposición del cuerpo, lo que permite aproximarse al momento en que ocurrió la muerte. Funcionan, en pocas palabras, como un reloj. Incluso se puede determinar si el cadáver fue trasladado de un lugar a otro. A los insectos también les gusta alimentarse de la carne putrefacta. Algunos de ellos son moscas, escarabajos, arañas, hormigas, avispas y ciempiés. Y son voraces: los restos de un adulto humano expuestos al aire libre pueden ser devorados rápidamente. Los entomólogos llamamos a la fauna necrófila “escuadrones de la muerte”.
Mi caso más famoso hasta ahora es el siguiente: una familia se muda de casa. A los dos meses descubren y reportan el cadáver de un niño asesinado en el sótano. La policía los señala como los principales sospechosos. Sin embargo, al analizar los insectos que habían colonizado el cadáver, pude determinar que el crimen había sido cometido antes de que dichas personas se trasladaran a vivir a esa residencia. Entonces se acusó a los anteriores inquilinos —una pareja de ancianos, que resultaron ser los abuelos del niño— auténticos perpetradores del asesinato. Una familia entera salvó el pellejo gracias a un puñado de ácaros.
Hace seis meses mi amigo Leonardo me dijo que conocía a un médium. Me aseguró que no era un estafador y que podía comunicarme con mi esposa. Lo escuché con respeto, pero me negué: pertenezco al mundo de la ciencia, al mundo racional. Además, he visto suficientes atrocidades y cuerpos vejados de maneras insospechadas como para creer que existe un Dios y, mucho menos, un más allá. El mal campea por todos lados, a sus anchas. No hay nada que sea capaz de detenerlo. Mejor que no exista vida después de la muerte porque es muy probable que el mal continúe reinando allí. Él insistió: “Nada pierdes con intentarlo. Y si funciona, resolverás las dudas que te atormentan. Yo te pago la sesión”. No consiguió convencerme. Fue hasta hace tres meses, cuando decidí tomar en mis manos el caso de Lucía, que comencé a pensar seriamente en esa posibilidad.
El olor de los gases que se desprenden de un cadáver es lo que atrae a los primeros insectos. Pueden percibirlo mucho antes que el olfato humano. A veces, incluso, invaden a una persona durante la agonía. Los huevos que depositan ciertos insectos tienen un corto periodo embrionario y eclosionan al mismo tiempo, lo que da como resultado una masa de larvas que se mueve como un ser extraterrestre por el cuerpo.
Las larvas son blancas y se introducen inmediatamente en el tejido subcutáneo. Lo licuan gracias a unas bacterias y enzimas y se alimentan por succión continuamente. Conforme pasa el tiempo y si el cadáver permanece sin ser encontrado -a los seis meses, por ejemplo-, aparecen otros bichos que pueden dejarlo completamente seco. Todo es aprovechado: pelo, piel, uñas. A veces los forenses encontramos solamente huesos.
Dije antes que mi esposa murió en extrañas circunstancias. Su cuerpo apareció en un bosque que está a una hora de este puerto. El día anterior, por la noche, la había dejado en el aeropuerto pues visitaría a su madre en la capital. Hacia la madrugada, cuando yo ya estaba dormido, Lucía regresó a la casa diciendo que su vuelo se había cancelado debido al clima y que más tarde volvería al aeropuerto para tomar otro avión. La escuché hablar entre sueños. Se metió en la cama y se recostó en mi pecho, como era su costumbre. Cuando desperté, ya no estaba: supuse que no había querido molestarme y que se había marchado en taxi. Pocas horas después, al ser informado del terrible hallazgo, tomé la decisión de no ser yo quien atendiera el caso. Mi superior lo entendió y mandó traer a Alejandro, un alumno suyo de la Facultad de Medicina. No quise saber absolutamente ningún detalle. Lucía estaba muerta. Había sido asesinada.
Bastaba con eso.
Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen los insectos. Algunos estudios afirman que su origen proviene de los miriápodos, animales de numerosas patas y con tráqueas respiratorias. Otros especulan que de los crustáceos. Lo cierto es que en el periodo Devónico, hace 400 millones de años, ya existían insectos terrestres en las zonas pantanosas cálidas y húmedas. Y en el Carbonífero inferior, hace unos 350 millones de años, experimentaron su primera explosión evolutiva, al aparecer las alas y la posibilidad de volar. Los más persistentes y evolucionados de todos ellos son, por supuesto, las cucarachas. Curiosamente, nunca he visto una cucaracha rondando un cadáver.
Como el asesino de mi esposa no ha sido encontrado, decidí revisar el caso. Analicé las pruebas recogidas por Alejandro y encontré varios errores graves. Entre ellos, uno que me dejó desconcertado: un fallo en el cálculo de la hora de la muerte. Lucía fue encontrada en el bosque a las nueve de la mañana por un grupo de campistas.
Alejandro determinó que para entonces llevaba una hora muerta. Mis análisis indicaban que llevaba por lo menos seis horas fallecida. Es decir, había muerto en la madrugada, cuando se suponía que estaba en mis brazos, dormida. Y como yo no tenía conciencia exacta de la hora en que Lucía se había marchado de la casa aquella noche, el asunto se volvía bastante confuso. Leonardo tenía una teoría: ella ya estaba muerta cuando me “visitó” en la cama. “Es algo que suelen hacer los muertos”, me dijo. “Acuden a despedirse de sus seres queridos”. Un tanto desquiciado por todo el asunto, terminé cediendo a la idea del médium. Tuvimos una cita hace dos días. Le llevé las pertenencias de Lucía que me había pedido: ropa, objetos, fotografías. Luego me dio una fecha y una hora exacta. Hoy a las nueve de la noche. “Ella te llamará por teléfono”, dijo en tono solemne.
Tengo un sueño recurrente con Lucía. Primero veo los insectos que devoran secretamente su cuerpo. Llego a la escena del crimen y me doy cuenta que sigue viva e intento quitárselos, pero es imposible: son demasiados. Ella me reclama: “Tú los trajiste a mí”. Después ya no puede hablar porque comienzan a salirle por la boca. Es entonces cuando le cierro los ojos y me despierto.
Faltan unos segundos para las nueve de la noche. No he comido nada en todo el día: no me dio hambre. Estoy acostado en la cama. El teléfono reposa sobre la mesilla de noche. Miro el techo y me doy cuenta de que está agrietado y descascarado: le hace falta una buena mano de pintura. Descubro una telaraña en una esquina. Algunos insectos muertos están atrapados en ella. De pronto, uno de ellos tiembla: está vivo y lucha por liberarse.
Justo en ese momento suena el teléfono.
Una…
Dos…
Tres…
Cuatro…
Cinco veces…
Descuelgo.
Escucho el sonido del mar.
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