El hombre a quien debemos buena parte de los árboles de la Ciudad de México

“Los árboles son santuarios”, decía Herman Hesse. Y es que cuando alguien ha sentido ese tan distintivo cobijo que ofrecen, esa efervescencia que el ritmo de sus ramas o raíces provoca, entonces ocurre algo que determina en adelante tu relación con ellos.

En todo caso pocos aliados más consistentes y generosos puede encontrar una ciudad que los árboles. Conforme las evaluaciones de urbanismo y medioambiente se van refinando, se comprueban más y más beneficios que estos aportan . Afortunadamente hubo quienes desde hace mucho intuyeron el papel que los árboles tienen dentro de un contexto urbano y lucharon a favor de la causa arbórea en sus respectivas ciudades.

En la Ciudad de México existió un hombre a quien, podría decirse, debemos buena parte de los árboles que hoy la habitan. Se trata de Miguel Ángel de Quevedo, ingeniero, ambientalista y, sobretodo, sensible visionario, que desde finales del siglo XIX promovió una filosofía, entonces revolucionaria, a favor de las áreas verdes del país. Más allá de sus loables intenciones, su esfuerzo quedó por suerte materializado en logros fundamentales, y hoy no solo la historia de este país sonríe cuando escucha su nombre, sino que los mexicanos disfrutamos de su labor que hoy tiene forma de parques, reservas, áreas naturales y algo de conciencia.

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Por ejemplo, a Quevedo se debe en buena medida la creación de la Junta Central de Bosques y del primer Parque Nacional de México (el Desierto de los Leones). En 1917 convenció a Carranza de incluir un punto en el artículo 27 de la Constitución que gente como Thoreau seguro habría celebrado efusivamente:

La Nación siempre tendrá el derecho de imponer sobre la propiedad privada las reglas que dicte el interés público, y de reglamentar el uso de los elementos naturales, susceptibles de apropiación, de modo de distribuir equitativamente la riqueza pública y salvaguardar su conservación.

Quevedo en la Ciudad de México

Curiosamente, a pesar de que casi todos los habitantes de la ciudad lo hemos nombrado, gracias a una de las principales avenidas de Coyoacán y a su respectiva estación de metro, pocos sabemos quién fue o qué hizo Miguel Ángel de Quevedo –una falta lamentable si consideramos que se trata de uno de los mexicanos más inspiradores y vanguardistas–.

En la capital, Quevedo encabezó una cruzada que en tan solo una década hizo crecer la superficie de parques públicos de un 2 a un 16%. Asesorado por el paisajista Frederick Law Olmsted, encargado del diseño del Central Park en Nueva York, también intervino en la creación de múltiples parques –que en ese mismo lapso aumentaron de dos a 34–. Además, encabezó en 1909 el “Primer Inventario de Bosques del Distrito Federal y sus alrededores”.

Conocido como el “Apóstol del árbol”, Quevedo fue en 1901 responsable de crear el lugar donde crecen, y han crecido, los árboles que luego se distribuyen en parques, plazas y jardineras; me refiero a los Viveros de Coyoacán. A principios del siglo XX este lugar operaba como la pieza central de una red de viveros que producían casi 2.5 millones de árboles.

En pocas palabras la ciudad de México sería muy distinta a lo que hoy es, para mal, sin la injerencia decisiva que tuvo este hombre en las políticas públicas hasta hoy vigentes en materia de recursos arbóreos y áreas verdes.

El brillante precursor

La naturaleza por sobre la propiedad privada y la protección de los recursos naturales para garantizar un futuro sostenible –incluso más allá de fronteras geopolíticas–, fueron algunas de las premisas fundamentales del credo que promovió Quevedo. En este sentido, y como bien apunta Raquel Vargas en su artículo para la Asociación mexicana de Arboricultura, Quevedo debiera ser reconocido como un precursor en el concepto de sustentabilidad.

La entereza de este personaje lo coloca ahí, junto a un selecto grupo de visionarios proactivos, cuya lucidez y entrega mantienen el anhelo de una evolución compartida entre hombre y naturaleza.

Twitter del autor: @javierbarrosdelv


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