La Piedra del sol es una de las representaciones prehispánicas más reconocidas del mundo.
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La Piedra del Calendario es una representación masiva de la mitología azteca. Mucho se ha escrito sobre cómo fue descubierta el 13 de agosto de 1790, cuando se desenterró el bloque mesoamericano de 25 toneladas originario del valle de México, pero poco se ha dicho sobre qué sucedió de la llegada de Hernán Cortés en 1521 hasta el siglo XVIII.
El descubrimiento del calendario se produjo mientras se hacían trabajos de empedrado y desagüe frente al Palacio Virreinal, en el antiguo recinto del Templo Mayor de Tenochtitlan, y el bloque de piedra se encontraba en el cauce seco de una acequia, con la superficie esculpida bocabajo.
Hubo datos para rastrear la historia de la piedra, así como crónicas al respecto, pero la que es más cara es la del español fray Diego Durán, quien había relatado a finales del XVI la construcción del sitio donde fue colocada la Piedra del Sol. El recinto, dentro del Templo Mayor, se llamó Cuauhxicalco, o Vaso del Águila, puesto que el águila era emblema del Sol a quien estaba dedicado.
Hoy también sabemos, como señala el historiador alemán Walter Krickeberg en Las antiguas culturas mesoamericanas (2015), que el bloque descansaba horizontalmente sobre un zócalo, que estaba protegido por un techo móvil y que se encontraba ante una pequeña pirámide escalonada llamada Templo del Sol, o Casa del Águila.
La Piedra del Sol resultó conflictiva desde la conquista de Cortés. Sus hombres la dejaron expuesta en un margen de la plaza Mayor. Pero en 1559 fray Alonso de Montúfar, arzobispo de México, la mandó enterrar para que “se perdiese la memoria del antiguo sacrificio que allí se hacía”, según relató fray Diego Durán.
Lo decidió porque aquel año, siguiendo la cuenta de los días de los aztecas, se cerraba un ciclo sagrado de 52 años, simbolizados en la parte superior de la Piedra del Sol por un nudo que ata cuatro cañas. Era la fecha de la ceremonia del Fuego Nuevo, mediante la cual el Sol ratificaba su pacto con los hombres, en los antiguos ritos, por medio de sacrificios humanos.
El arzobispo mandó arrojarla bocabajo a una acequia, donde quedó medio sepultada junto a los escombros de la antigua ciudad. Tras redescubrirse en 1790, la Piedra permaneció en su lugar, sin custodia, hasta que al año siguiente se entregó a los comisarios de la catedral. El virrey Revillagigedo no tardó en decretar medidas que garantizasen su “perpetua conservación”, entre ellas, la de colocar el monolito en el muro que da a poniente de una de las torres de la catedral. De poco sirvió.
Ahí estuvo casi un siglo expuesta a toda clase de peligros, honras y vejámenes. Mientras los indígenas se reunían bajo ella para adorarla de un modo más o menos subrepticio, criollos y mestizos asimilados al nuevo orden le arrojaban piedras e inmundicias. Soldados destacados en la ciudad mataban el tiempo disparando sus fusiles en un tiro al blanco que tenía como objeto el rostro central de la Piedra, desfigurado en parte por ese hecho.
Las contradicciones de la sociedad novohispana se concretaban de una forma demasiado evidente bajo aquel emblema del tiempo antiguo. Pero también fue objeto de admiración por parte de viajeros ilustres, como Alexander von Humboldt. Tras contemplarla, escribió: “Pocas naciones han movido masas mayores que los mexicanos”.
A finales del siglo XIX, como prueba de la “modernidad” y “concordia” que se pretendía instaurar tras la independencia de México, su presidente, Porfirio Díaz, decidió que aquel “monumento patrio” debería exponerse en un sitio de mayor respeto y resguardo. Por ello, sus militares lo desprendieron de la torre de la catedral y lo colocaron en el Museo Nacional de Historia. Se convirtió en la pieza central de una Galería de Monolitos inaugurada dos años después.
En la actualidad, este símbolo del cosmos azteca se ha convertido en el emblema nacional de México. Por eso preside, con todos los honores, la sala Mexica del Museo Nacional de Antropología e Historia, adonde fue trasladada en 1964.
Los expertos siguen dudando sobre si se trata de un monumento meramente simbólico y conmemorativo o si cumplía, además, funciones de astrolabio para incursiones en el tiempo astronómico y en el espacio estelar.
Información La Vanguardia número 455 de la revista Historia y Vida.
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