Las lujosas decoraciones de este recinto hacían sentir a los asistentes en el Lejano Oriente.
. . .
Tras la llegada del cine a nuestro país, no tardaron en erigirse recintos que albergaran una grande pantalla y cientos de butacas. Durante las primeras décadas del siglo XX, en el corazón de la capital, se inauguraron decenas de cines, y es que pasear por los callejones del centro y entrar a ver una o dos películas era una actividad propia de la cotidianeidad capitalina de los años 30 y 40. En aquella época, los cines de la urbe estaban divididos en tres sectores: los llamados “piojo”, los de segunda y los premiere. Los primeros eran los cines de barrio, lugares donde la entrada costaba 50 centavos. Cuentan varias crónicas que la calidad de estos espacios no eran la mejor, pues en ocasiones, la cinta se quemaba a mitad de la función, provocando el enojo de los asistentes. Los cines de segunda eran los más concurridos entre los citadinos. La entrada oscilaba entre los dos y tres pesos, y además, había vendimia de dulces y otros alimentos populares de las funciones fílmicas. Por último estaban los cines premiere, aquellos recintos de lujo cuya entrada tenía un costo de más de 20 pesos. Cabe mencionar, que estos cines destacaban por contar con carteleras dinámicas, ya que recibían películas nacionales y extranjeras cada semana. Uno de los más afamados dentro de esta categoría, sin duda, fue el Cine Palacio Chino, un edifico que, como su nombre lo indica, remitía a la cultura oriental. El edificio que vio la llegada del cine en realidad fungía como la sede del Frontón Nacional en los años 30, y más tarde se convirtió en la Arena Nacional. Todavía hasta 1937, su interior fue testigo de los encuentros de lucha libre en la Ciudad de México. No obstante, un fortuito incendio inclinó a sus dueños a vender la propiedad. Luis de la Mora y Alfredo Olagaray fueron los arquitectos que se encargaron de levantar el ostentoso e increíble Cine Palacio Chino. La sofisticación y los ornamentos protagonizaban cada muro que mantenía de pie la construcción, y es que todo elemento que constituía al cine era de primera calidad. Cabe mencionar, que en aquellas décadas, los cines contaban con una sola sala. Y en el Cine Palacio Chino, ésta tenía una capacidad para 4,000 personas, además de contar con suelo alfombrado y butacas acojinadas. La pantalla que adornaba la enorme habitación era panorámica, por eso gustaba tanto entre los empedernidos del séptimo arte, pues pocos recintos cinematográficos de la ciudad contaban con tan finos detalles. Todo esto le otorgaba una identidad especial al cine, pues convertía una actividad común en toda una experiencia fascinante. Otro aspecto que caracterizaba a este cine, cuya ubicación estaba entre Bucareli e Iturbide, eran sus fantásticos murales. Las obras pictóricas que estaban plasmadas por todo el recinto hablaban de los paisajes más hermosos de Oriente, lo cual hacía sentir a los visitantes como si se encontraran con un pedacito de China, aunque fuera solo por unas horas. Con el paso del tiempo, el cine que alguna vez se desdoblaba sobre un terreno de 6,000 metros cuadrados, fue reduciéndose hasta la mitad. Naturalmente, la afluencia también disminuyó. Y pese a que hoy todavía es un cine, ya no existen las decoraciones y las luces que alguna vez caracterizaron a la emblemática marquesina de este fabuloso recinto oriental cinematográfico del Centro Histórico de la Ciudad de México. Fuente: El Universal.