Durante siglos, Europa miró al arte virreinal con la condescendencia del que cree haber inventado la belleza. En sus vitrinas doradas, lo creado en las excolonias era una curiosidad decorativa, un “casi arte”, una nota al pie en la historia oficial del gusto. Pero hoy, en el corazón del Museo del Prado, la Virgen morena ocupa el centro del escenario. Y con ella, una historia incómoda que sigue latiendo.
Tan lejos, tan cerca: Guadalupe de México en España no es solo una exposición. Es una corrección. Una grieta en el relato hegemónico del arte occidental. Setenta piezas —muchas pertenecientes al patrimonio español— devuelven a la Virgen de Guadalupe su papel como ícono devocional y político. Una figura que cruzó el Atlántico entre evangelios, oro y sangre; entre miedos imperiales y estrategias de poder.
Pero esta muestra, que sin duda desmonta prejuicios coloniales desde el corazón del viejo imperio, también nos exige hacer una pausa. Porque mientras en Europa se comienza a reconocer el valor estético y simbólico de estas obras, en México seguimos conviviendo con sus consecuencias. La Virgen de Guadalupe no solo es un símbolo cultural. También sigue siendo, en muchos rincones del país, una herramienta de evangelización, un bastión conservador, un rostro maternal que esconde estructuras de poder profundamente arraigadas.
Sí, la Virgen nos pertenece. Sí, su imagen ha sido resignificada, apropiada y tejida en la piel misma de lo mexicano. Pero también fue impuesta. También fue usada como arma simbólica en un proceso violento de aculturación. No se trata de negar su presencia —sería absurdo—, sino de mirarla con toda su complejidad. De no quedarnos con el aplauso fácil a una exposición que nos halaga desde fuera, sin revisar las heridas que esa misma imagen ayudó a abrir por dentro.
Que El Prado exponga con orgullo obras virreinales es un gesto importante, pero no suficiente. Porque el verdadero acto de justicia no está en colgar los cuadros, sino en contar lo que costaron. En hablar no solo del arte, sino del aparato ideológico que lo produjo. En reconocer que esa belleza también sirvió para dominar.
Celebrar estas exposiciones, sí. Pero también usarlas como espejo. Para recordar lo que fuimos, cuestionar lo que seguimos siendo, y —con suerte— entender lo que podríamos ser.
Leave a Reply