De cómo en la mitología prehispánica, Huitzilopochtli también nació de la virgen Tonantzin

En el corazón del anáhuac, antes de la llegada de los españoles, los pueblos nahuas tejieron un cosmos donde el sol, la guerra, la fertilidad y la madre universal se enlazaban en un drama que aún resuena en la memoria del valle. La figura de la diosa madre, que en náhuatl puede aparecer como Coatlicue —“la de la falda de serpientes”— o bajo el apelativo respetuoso de Tonantzin (“nuestra venerada madre”) encarna la fuerza profunda de la tierra, de la gestación, del nacimiento y de la muerte. 

Y de esa madre surge, en el mito, el dios supremo de la guerra y del sol para los mexicas: Huitzilopochtli. La historia comienza en el mítico cerro llamado Coat é pec (“cerro de la culebra”) donde Coatlicue realiza su penitencia y su limpieza ritual. De pronto —y aquí aparece lo sobrenatural— una bola de plumas o algodón azulino cae del cielo, se posa en su seno mientras barre, y de ese contacto nace Huitzilopochtli.

Este embarazo sin padre terrestre, esta concepción milagrosa, pone en movimiento una serie de acontecimientos dramáticos: los hijos de Coatlicue —la hija mayor, Coyolxauhqui, y los cuatrocientos hermanos estelares, los Centzon Huitznáhuac (las estrellas del sur)— se rebelan contra la madre por la supuesta deshonra. Pero cuando el momento del parto llega, Huitzilopochtli nace ya armado, ya guerrero, y defiende a su madre; decapita a Coyolxauhqui y destruye a sus hermanos estelares.

Ese combate no es solamente familiar sino cósmico: es la victoria del sol sobre la luna y las estrellas, es el día que vence a la noche. Es el mito que legitima la supremacía de Huitzilopochtli como regidor del sur, del sol, de la guerra, del fuego. 


El mito: nacimiento, batalla y triunfo

La escena se despliega así: Coatlicue está al pie del cerro de Coatépec, barriendo su templo, su aposento ritual. De pronto la pluma azulino (símbolo quizá del cielo o de lo divino) desciende. Ella se siente fecundada por ese símbolo, engendra sin varón humano. La noticia de su embarazo corre como fuego entre sus hijos: Coyolxauhqui convoca a sus cuatrocientos hermanos para matar a su madre, por lo que consideran una afrenta. Pero en el instante del alumbramiento, de la oscuridad, surge Huitzilopochtli, plenamente armado con la serpiente de fuego (Xiuhcóatl) como arma principal, y comienza la matanza de los rebeldes. El cuerpo de Coyolxauhqui es arrojado por la ladera del cerro y su cabeza vuela al cielo: ella se convierte en la luna. Sus hermanos, las estrellas. Huitzilopochtli domina el cielo —es el sol.

Para el pueblo mexica, esa historia era un espejo del día tras día: el sol que vence a la noche, la victoria de la luz sobre la oscuridad, de la vida sobre la muerte, de la orden sobre el caos. Esa victoria también legitimaba la hegemonía de Huitzilopochtli, y por tanto la del altépetl de Tenochtitlan bajo su tutela. 


Tonantzin: la madre universal que concibe sin sombra

La denominación Tonantzin (“nuestra madre”) no alude a una deidad única sino a la figura colectiva de la madre sagrada en el mundo nahua. Según los cronistas, Tonantzin servía para referirse a varias diosas femeninas —Coatlicue, Cihuacóatl, Tocih, entre otras— dependiendo del contexto ritual.

En este relato, usar Tonantzin para referirse a Coatlicue intensifica la dimensión maternal, sacra y universal de la diosa: no solamente madre de Huitzilopochtli, sino madre de dioses, de los hombres, de la fertilidad y de los ciclos cósmicos. Esa maternidad virginal convierte al hijo en fenómeno extraordinario: Huitzilopochtli es gestado sin varón, nace en el momento preciso, está marcado por lo divino. Es un mito de origen, de legitimación, de renovación.
Mas no es sólo nacimiento: la madre es también víctima del complot de sus hijos, es agredida por la oscuridad, por los hermanos de su hijo, y es defendida por él. La figura de Tonantzin-Coatlicue aparece así como matriz, templo, campo de batalla y cimiento del orden cósmico.


La resonancia simbólica: mito, solsticio y memoria

El nacimiento de Huitzilopochtli no se festejaba cualquiera fecha: para los mexicas, la festividad de Panquetzaliztli —“levantamiento de las banderas”— celebraba el génesis del dios solar durante el solsticio de invierno.

El mito se inscribe por tanto en un marco astronómico y ritual: el sol baja a su punto mínimo, al fin del año agrario, y retorna. Huitzilopochtli simboliza ese retorno, esa convicción de que la luz triunfa. Tonantzin-Coatlicue, madre de ese orden, es la tierra fértil que acoge, que origina, que sostiene.

Además, hay otra capa simbólica que conecta con siglos posteriores: la cristianización de Mesoamérica, la reorganización del culto, la superposición de edificios y narrativas. Algunos estudios señalan que la figura de Tonantzin fue en parte apropiada por el culto mariano en el cerro del Tepeyac, donde se veneraba a Tonantzin y luego a la Juan Diego apareció la virgen en 1531. 

En ese sentido, el mito del nacimiento de Huitzilopochtli adquiere una continuidad simbólica: la concepción sin varón, la batalla de la luz contra la oscuridad, la madre que engendra lo sagrado, el hijo que salva y guía. Tonantzin y la Virgen mariana se tornan en ecos de una misma matriz de experiencia religiosa, aunque separadas por tradición y tiempo.


Por qué este mito importa hoy

Para el lector contemporáneo de México, este relato va más allá de un cuento antiguo: es una clave de identidad, de cosmovisión, de arraigo. Saber que Huitzilopochtli nació en un rito de fertilidad, en una batalla cósmica y en una madre sin hombre recuerda que la cultura mexica no era simplemente “primitiva”: era profundamente simbólica, estaba estructurada para entender el mundo, los ciclos, la vida.

Para los que buscan una mirada positiva y vital de la historia de México, este mito ofrece un paradigma edificante: la victoria del sol (energía, creación, luz) sobre la noche (inercia, destrucción), la figura de la madre venerada que no necesita de otro para engendrar lo extraordinario, y una tradición que convierte al humano en parte de un universo mayor, donde el cosmos, el ritual y la vida se enlazan.

Finalmente, retomar la figura de Tonantzin-Coatlicue nos conecta con una feminidad sagrada, con la interioridad de los pueblos originarios, con un mundo donde las madres no sólo paren niños sino que constituyen mundos, ciclos, fuerzas. Y al lector del México actual, le ofrece una invitación a reconstruir, a recordar, a celebrar: no la derrota, no la tragedia, sino el renacimiento.