Durante décadas, el acceso al agua potable en México ha estado atravesado por una paradoja: se reconoce como un derecho humano, pero en la práctica podía suspenderse cuando una familia acumulaba adeudos. Esa contradicción comienza a resolverse con la entrada en vigor de la nueva Ley General de Aguas, una legislación que establece con claridad un principio fundamental: el agua no puede cortarse por falta de pago cuando está en juego la subsistencia básica.
La reforma parte de un reconocimiento clave: el agua no es un servicio cualquiera, sino un elemento indispensable para la vida, la salud y la dignidad humana. Por ello, la ley obliga a las autoridades y organismos operadores a garantizar un suministro mínimo vital, aun cuando existan deudas por el servicio, marcando un cambio profundo en la relación entre los hogares y el acceso al recurso.
Este ajuste legal se inscribe en una conversación más amplia sobre derechos humanos, desigualdad y sostenibilidad, especialmente en un país donde millones de personas enfrentan dificultades económicas y donde el acceso al agua ha sido históricamente desigual.
¿Qué significa el “mínimo vital”?
El concepto de suministro mínimo vital no implica agua ilimitada ni gratuita en todos los casos. Se trata de una cantidad básica destinada a cubrir necesidades esenciales como beber, cocinar, la higiene personal y el saneamiento del hogar. Es, en términos prácticos, un piso mínimo que asegura que ninguna persona quede completamente privada del recurso.
La nueva ley establece que, aunque los adeudos sigan existiendo y deban resolverse por vías administrativas, el castigo no puede ser la suspensión total del servicio. La lógica se invierte: primero se protege la vida cotidiana, después se atiende la deuda.
Un giro en la política pública del agua
Este cambio representa un giro relevante en la forma en que el Estado concibe el agua: deja de tratarse únicamente como un servicio sujeto a pago y pasa a asumirse como una garantía social irrenunciable. En la práctica, esto obliga a los organismos operadores a replantear sus esquemas de cobro, regularización y apoyo a usuarios en situación vulnerable.
Además, la ley abre la puerta a mecanismos más humanos para resolver adeudos, como esquemas de pago diferido, condonaciones parciales o programas de apoyo comunitario, sin recurrir a una medida extrema que afecte directamente la salud y la higiene de las personas.
Impacto en millones de hogares
El alcance de esta reforma es amplio. En zonas urbanas y rurales, donde el corte de agua era una herramienta frecuente para presionar el pago, millones de hogares verán una mayor certeza sobre su acceso diario al recurso. Esto cobra especial relevancia en contextos de crisis económica, desempleo o emergencias sanitarias, donde el agua es una primera línea de protección.
Para muchas familias, el simple hecho de saber que el agua no desaparecerá de un día para otro representa un alivio tangible y una forma de estabilidad básica en medio de la incertidumbre.
El reto que sigue: cuidar el agua
La nueva Ley General de Aguas no exime a la ciudadanía de una responsabilidad compartida: el uso consciente y responsable del agua. Garantizar un mínimo vital no significa ignorar la escasez, sino equilibrar el derecho humano con la sostenibilidad del recurso.
El verdadero desafío está en construir una cultura del agua donde el acceso digno, la eficiencia, la conservación y la justicia social convivan. Esta ley es un paso importante en esa dirección: pone a las personas al centro, sin perder de vista que el agua es un bien finito que debe cuidarse colectivamente.
En un país marcado por contrastes, la reforma envía un mensaje claro: el agua no es un privilegio ni una moneda de castigo, es una base común para la vida.

