Las Vajillas de Julia, el libro de Julia Abdala sobre el arte de la mesa y el arte de vivir

En tiempos donde el exceso visual del mundo digital amenaza con borrar los matices de la experiencia, Las Vajillas de Julia aparece como un manifiesto silencioso sobre el poder del arte cotidiano. Lejos de ser un simple catálogo de porcelanas, el libro —concebido por Julia Abdala Lemus, editado por Susan Crowley con textos de Jorge Zepeda Patterson, Julia, Manuel, y otros colaboradores— propone una lectura estética de la hospitalidad como forma de memoria, del detalle doméstico como espacio de trascendencia y de la mesa como escenario simbólico donde México, el arte y la intimidad convergen.

El volumen, de factura impecable, combina fotografía, ensayo, memoria y reflexión histórica en torno a una pasión aparentemente doméstica: las vajillas. Pero como todo lo que realmente importa, lo doméstico es aquí una máscara de lo sagrado. Las Vajillas de Julia no es un libro sobre porcelanas; es una biografía espiritual contada a través de los objetos que acompañan la vida y la conversación.

Julia Abdala Lemus: la artista de la hospitalidad

En el universo de las artes mexicanas contemporáneas, Julia Abdala Lemus ocupa un lugar singular. Su obra Las Vajillas de Julia (2024) trasciende las fronteras del diseño, la gastronomía y la memoria doméstica para convertirse en un ensayo visual y espiritual sobre la belleza cotidiana. Abdalá Lemus, filántropa, curadora de arte y apasionada coleccionista, revela en estas páginas su mundo íntimo: mesas que cuentan historias, vajillas que custodian afectos y flores que dialogan con el alma.

Dueña de una sensibilidad que combina la elegancia clásica con el instinto de una narradora, Julia transforma la hospitalidad en lenguaje artístico. Su mesa es un escenario donde la vida —con sus rituales, amores, y conversaciones— se celebra como si fuera una pintura viva.


La casa como teatro de la memoria

El libro abre con un texto de Jorge Zepeda Patterson, quien enmarca el universo de Julia Abdala Lemús en la tradición de los grandes salones literarios europeos. No es casual esa referencia: en la descripción de sus mesas, Zepeda encuentra una genealogía de hospitalidad intelectual, una continuidad entre la mesa mexicana contemporánea y los espacios donde el arte y la política se encontraban en el siglo XIX. “Los platos, tazas y copas son los instrumentos con los que esta apasionada del arte levanta escenarios destinados a halagar paladares, a regocijar el espíritu, a provocar conversaciones inagotables”, escribe Zepeda.

En esa frase se condensa el sentido del libro: cada vajilla es una excusa para el diálogo, cada mesa una puesta en escena de la amistad, la memoria y el país. El libro se convierte, entonces, en un retrato coral de México visto desde la intimidad de una anfitriona que entiende la belleza como forma de generosidad.

Julia no colecciona objetos; colecciona gestos. Las vajillas que muestra —Limoges, Herend, Talavera, Caltagirone, Meissen, entre muchas otras— son símbolos de encuentros humanos. Detrás de cada borde dorado y cada flor pintada a mano se adivinan conversaciones, alianzas, reconciliaciones y despedidas. La porcelana es, en su casa, un lenguaje afectivo.


Una arqueología de lo sensible

Uno de los méritos de Las Vajillas de Julia es que logra convertir un objeto utilitario —un plato— en una metáfora total. En el texto “El poder del arte”, Julia recuerda que el arte es la necesidad eterna de recuperar los detalles de una escena, de abrazar las emociones y transformarlas en obra. Lo que en otras manos sería una digresión estética se convierte aquí en una poética del tiempo: los objetos no son meros testigos, sino instrumentos para seducir a la memoria.

Cada plato es una cápsula sensorial; una invitación a que el pasado irrumpa con la fuerza del aroma, del color, del sonido de un brindis. Las fotografías —a cargo de Gabriela Saavedra y Gabriel Rozycki— capturan ese instante de suspensión donde el objeto deja de ser inanimado para volverse memoria viva. En cada página hay algo de Proust, algo de la magdalena y su evocación involuntaria, pero también un pulso latino, exuberante, que celebra la abundancia visual y el mestizaje.


De Jingdezhen a Cholula: la geografía de la porcelana

El ensayo “Porcelana”, Julia, despliega una fascinante arqueología material. De la China del siglo X a la Francia de Luis XIV, la autora recorre la historia del “oro blanco” con una prosa que equilibra el rigor histórico y la sensibilidad poética. Es uno de los pasajes más logrados del libro: combina la erudición con una cadencia narrativa que recuerda los mejores ensayos de Orhan Pamuk o Italo Calvino.

Crowley describe cómo el petunse (el alma) y el caolín (el cuerpo) se conjugan para dar forma a la porcelana, en una metáfora que parece hablar también del alma y el cuerpo de la propia Julia. La materia, nos dice el texto, solo alcanza su perfección cuando ambos principios se equilibran: densidad y transparencia, fuerza y delicadeza, permanencia y fragilidad.

El relato avanza con anécdotas deliciosas: la “enfermedad de la porcelana” del rey Augusto de Sajonia, el pabellón de porcelana que Luis XIV mandó construir para Madame de Montespan, el descubrimiento accidental del caolín en Limoges. Pero el verdadero hallazgo está en cómo Crowley vincula esos episodios con una ética contemporánea del cuidado: usar la belleza, no esconderla. “Las cosas son para usarse”, repetirá Julia más adelante, como un mantra que resume toda la filosofía del libro.


Una estética de la generosidad

El capítulo “Nueve en punto” es, quizá, el corazón emocional de la obra. Escrito con un tono confesional y humorístico, el texto nos coloca frente a la escena de un desayuno cualquiera transformado en rito estético. Allí la porcelana no es símbolo de ostentación, sino de gratitud. Lo que se celebra no es el lujo, sino la conciencia de lo efímero.

Julia —a quien sus allegados llaman “la artista de la mesa”— aparece como figura de resistencia cultural: en un mundo que trivializa la atención y acelera los gestos, ella reivindica el tiempo lento, la conversación, el placer de servir. Su filosofía es proustiana pero también profundamente mexicana: la belleza se comparte, no se acumula.

El tono recuerda a la escritura de M.F.K. Fisher o Laurie Colwin, autoras que encontraron en la comida y la mesa un espacio de revelación íntima. En Julia, la vajilla es el óleo, el mantel es el lienzo y los invitados son los personajes de una pintura viva. “La vida es para usarse”, escribe. La frase, sencilla y luminosa, condensa una ética que atraviesa todo el libro.


Las flores, el vino y la amistad

A lo largo de las páginas, el libro va construyendo un cosmos sensorial. Las secciones dedicadas a las flores y al vino funcionan como pequeñas odas a los sentidos. “Una mesa sin flores es como un cuadro sin terminar”, dice Crowley, y en esa sentencia late una verdad estética y moral. La belleza no es accesorio: es forma de gratitud.

Patricia, en el texto “Vino”, celebra el placer compartido como una forma de comunión. El vino —nos recuerda— no es el más caro, sino el adecuado, y su mejor momento es aquel en que se comparte con amor. Hay en esta visión una defensa de la convivialidad frente al individualismo. Cada copa, cada platillo, es un pretexto para sostener lo humano en un mundo cada vez más despersonalizado.

Y cuando una copa se rompe —cuenta Crowley en “Copa de cristal”— Julia responde sin dramatismo: “son solo cosas”. Esa respuesta, tan simple, encierra una filosofía de vida: el valor está en las personas, no en los objetos. La fragilidad, como el cristal, no es debilidad sino transparencia.


Una biografía íntima y colectiva

En “Mi mesa”, Julia ofrece su voz en primera persona. El tono cambia: el ensayo se vuelve testimonio. Lo que podría haber sido un ejercicio de vanidad se transforma en una confesión profundamente humana. La autora evoca las cenas familiares, las navidades libanesas de su infancia, la generosidad de las tías, los olores, los bufés rebosantes. La mesa aparece como el escenario donde se representa la vida entera: amores, risas, discusiones, pérdidas.

Ese texto convierte al libro en algo más que un álbum: es una biografía doméstica, un archivo de emociones que atraviesa generaciones. En un México de contrastes, donde la tradición convive con la modernidad, Las Vajillas de Julia ofrece una mirada que reconcilia ambas: una mujer que colecciona porcelanas europeas y, al mismo tiempo, celebra la Talavera de Puebla.

Esa síntesis cultural no es anecdótica. Es una declaración estética: la mesa como metáfora del mestizaje, de la identidad mexicana que dialoga con el mundo sin perder sus raíces.


El tiempo sosegado

El texto de Manuel, titulado “Tiempo sosegado”, relata cómo durante la pandemia Julia transformó el aislamiento en una empresa creativa. Lo que para muchos fue encierro, para ella fue laboratorio. Su pasión por las vajillas la llevó a investigar su historia, a rastrear piezas olvidadas, a restaurar colecciones dispersas. De ese impulso nació el libro.

La pandemia, entonces, no aparece aquí como trauma, sino como semilla. En un mundo suspendido, Julia decide “reinventar”. Sus mesas se convierten en actos de resistencia: una manera de oponerse al miedo con belleza, de afirmar la vida a través del arte.

Esa capacidad de sublimar lo cotidiano en obra —de convertir el gesto de servir café en un rito estético— es lo que eleva Las Vajillas de Julia por encima del simple coffee table book. Es, en el sentido más pleno, un ensayo visual sobre la resiliencia y la elegancia como virtud moral.


La biblioteca y la música

Entre las secciones más entrañables se encuentra “La biblioteca”, donde Crowley narra las reuniones semanales de apreciación musical en casa de Julia. Lo que inicia como una clase se convierte en un pequeño cenáculo, una comunidad de sensibilidad. Allí, entre copas de vino, trufas y porcelanas, los asistentes escuchan a Bach o Wagner y comentan sobre pintura, cine y literatura.

Este pasaje revela el verdadero alcance del proyecto: Las Vajillas de Julia no es solo un tributo al arte de recibir, sino un elogio de la curiosidad y la conversación como formas de conocimiento. El arte, sugiere el libro, no se contempla: se comparte, se discute, se sirve en una mesa.

Incluso la inclusión de una playlist, al final del libro, confirma esta intención multisensorial. La música acompaña la lectura y prolonga la experiencia. El arte, como la hospitalidad, es un acto de presencia.


El eco social: Casa de las Mercedes

En su última sección, Julia dedica una mesa —y un texto— a Casa de las Mercedes, una institución que brinda apoyo y refugio a niñas en situación vulnerable en la Ciudad de México. Este gesto transforma la estética en ética. La mesa deja de ser un símbolo de privilegio para convertirse en un espacio de esperanza compartida.

“Es la mesa en la que más de cien niñas acompañan los alimentos que las nutren de anhelos y metas que desean cumplir”, escribe Julia. Con esa frase, el libro cierra su círculo: de la porcelana europea al acto solidario, de la belleza privada al bien común.

En un país marcado por las desigualdades, ese gesto adquiere un peso político y moral. La belleza, sugiere Julia, no tiene sentido si no se comparte. La mesa —como la vida— solo cobra significado cuando hay otros con quienes sentarse.


Un libro-objeto, un espejo del alma

Desde el punto de vista editorial, Las Vajillas de Julia es una obra de arte en sí misma. Su diseño —a cargo de Swami Avirendra y Luis Martín Sordo Covarrubias— logra el equilibrio entre lo sobrio y lo exuberante. Las fotografías no solo ilustran: narran. Cada imagen está dispuesta con una intención casi cinematográfica; los planos detalle de platos, flores y copas sugieren que estamos frente a naturalezas muertas que respiran.

El libro se inscribe en una tradición que podríamos llamar bibliografía sensorial mexicana, junto a obras como Los colores de la tierra de Ángeles Mastretta o El sabor de México de Patricia Quintana, pero con una voz propia: más íntima, más filosófica, más consciente de su valor como testimonio cultural.

En un mercado saturado de libros de cocina y diseño, Las Vajillas de Julia se distingue por su coherencia emocional. Todo en él —desde la textura del papel hasta la cadencia de las frases— responde a una idea de armonía. No es casual que el libro empiece y termine con la palabra mesa: es un círculo perfecto, una composición cerrada que convierte el acto de compartir en arte total.

Un legado hecho de porcelana, amistad y memoria

En Las Vajillas de Julia, la autora comparte algo más que su colección de porcelanas. Comparte su filosofía de vida: el arte de recibir como acto de generosidad. Cada mesa que dispone, cada plato que elige, se convierte en una declaración estética sobre la gratitud y la convivencia.

Julia escribe con la voz de quien entiende que el arte no siempre habita en los museos, sino también en los gestos, en los rituales de la cotidianidad. “La mesa —dice— es una narradora de mi historia de vida”, y así lo demuestra: en sus recuerdos familiares, en los sabores libaneses que evocan su infancia, en los manteles que preservan la memoria de los suyos.


La mesa como lugar del alma

Las Vajillas de Julia es, finalmente, una meditación sobre la belleza como forma de amor. Entre la porcelana y la palabra, entre el mantel y la memoria, se revela una filosofía de vida que bien podría resumirse así: lo importante no es lo que se sirve, sino cómo se sirve; no lo que se tiene, sino lo que se comparte.

El libro no busca deslumbrar; busca conmover. En un país donde lo material suele confundirse con lo valioso, Julia propone una contracultura del cuidado. La vajilla, el cristal y las flores son pretextos para hablar de otra cosa: del respeto, la elegancia, la empatía.

En tiempos de ruido y desarraigo, Las Vajillas de Julia nos recuerda que aún existen espacios donde el arte y la vida se confunden —y que quizá el verdadero lujo sea, como ella dice, una mesa bien servida y un corazón dispuesto a recibir.