Este museo tiene esos detalles que hacen a la CDMX una de las metrópolis más interesantes del mundo.
Ahí está, sobre la avenida José María Izazaga, erguido sobre una de las banquetas más concurridas de la Ciudad de México; detrás de la gente, los puestos y el ruido del tráfico, un olvidado inmueble que en los tiempos de la colonia fue el Exconvento de Nuestra Señora de Monserrat y ahora es el Museo de la Charrería.
Para notarlo, basta alzar la vida y contemplar la belleza de una de las fachadas mejor conservadas en la CDMX, una obra arquitectónica llena de detalles en la que viven un grupo de santos y vírgenes labrados con piedra al más puro estilo barroco.
Aunque pocos capitalinos reparan en él, la historia de este edificio se remonta a 1580, cuando los Benedictinos compraron el inmueble para hacer un monasterio, y se lo dedicaron a Monserrat, una Virgen que encontraron en una cueva de España que por el humo de las velas se había hecho morena.
La orden Benedictina, integrada sólo por cinco frailes enclaustrados, se caracterizaba por sus actos beneficencia. Se cuenta que los solitarios religiosos se asomaban todos los días a la puerta, que sigue en pie, para darle comida a los pobres.
Como muchos lugares en la CDMX, una vez que llegó la historia este importante recito sagrado se vendió a particulares, y de abarcar casi toda la calle, se dividió a la mitad arbitrariamente. Eso explica porque en la actualidad el lugar está lleno de escaleras que no llevan a ninguna parte, dignas de un cuadro surrealista.
Sin embargo, la parte más fascinante del Museo de la Charrería está en la segunda planta del claustro, ahí se puede apreciar un cuarto secreto, que para muchos historiadores es uno de los testimonios de la antigüedad más asombrosos que hay en el Centro Histórico.
Este Museo es un lugar poco frecuentado, sin embargo, vale la pena ir, y descubrir esos secretos que hacen a la CDMX una de las metrópolis más interesantes del mundo.
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