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El día que un español entró a la boca del Popocatépetl

Tras la caída de Tenochtitlán, Cortés organizó una expedición al mítico volcán Popocatépetl.

 

En lienzos, letras e imágenes, el Popocatépetl se ha plasmado como un hermoso e importante emblema de la naturaleza que abraza tierras mexicanas.

Según la leyenda que define al volcán, que más bien se trata de una alegoría, el Popo es un guerrero enamorado. No cabe duda de que su presencia milenaria es clave en la naturaleza que se desdobla alrededor de la capital. Y aunque hoy en día las expediciones a las faldas del volcán son más comunes, en épocas de la Conquista se trataba de una travesía peligrosa y llena de misterio.

Los indígenas, por su parte, le temían al volcán. Pero Hernán Cortés estaba ávido por descubrirlo, y en una de sus crónicas narra: “…Y porque yo siempre he deseado todas las cosas de esta tierra, quise de éste (el Popocatépetl), que me pareció una cosa maravillosa, saber el secreto, y envíe diez de mis compañeros…”

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La primera expedición fue una debacle total. Se llevó a cabo en 1519, para saber “el secreto de aquel humo, de dónde venía y cómo salía”. Diego de Ordaz estuvo al frente de la expedición, sin embargo, los españoles que iban con él no lograron subir mucho, debido al imponente frío que arrasaba con ellos.

De igual manera, el volcán escupía piedras y ceniza, además de que el suelo estaba demasiado trémulo. Esto provocó el miedo de los españoles, y tuvieron que regresar. Pero Cortés no se dio por vencido, más tarde, tras la caída de Tenochtitlán, volvió a mandar a sus hombres al apabullante volcán.

El ejército español se quedó sin pólvora, lo cual fungió como la excusa perfecta para enviar a una pequeña tropa al volcán, por piedra de azufre. Montaño, Larios y Mesa eran los nombres de los españoles que lideraban la nueva expedición.

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Los soldados salieron muy de madrugada, y cuando cayó la noche, aún no alcanzaban la cumbre del volcán. Las crónicas cuentan que los hombres tuvieron que ascender gateando, con ayuda de unos clavos que enterraban en el cerro. Tuvieron que dormir antes de poder continuar, aunque el olor a azufre y el frío difícilmente les permitieron conciliar el sueño.

En cuanto amaneció, subieron hasta la boca del volcán, donde se podía ver toda la Ciudad de México, la laguna y todos sus pueblos. La suerte decidió quién iba a bajar para recoger las piedras; perdió Francisco Montaño, quien se despidió de sus compañeros con un sentimental apretón de manos y bajó con ayuda de una cuerda con un costal colgado. Cortés asegura que logró bajar 80 brazos. Y para reunir cantidad suficiente, tuvo que bajar ocho veces.

Alegres regresaron los españoles a Coyoacán, donde Cortés los recibió gozoso prometiendo premiarlos. Se trata de una travesía que aunque pocos conocen, indudablemente le otorga un nuevo significado al volcán; uno lleno de valentía, orgullo y por qué no, belleza.

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Fuente: Héctor de Mauleón, La ciudad que nos inventa.


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