Psicogeografía de la Ciudad de México en patineta

Si no te gustan las cicatrices, nunca te subas a una patineta. Nunca lo hagas. Todos tenemos un primo o un hermano que a los 7 u 8 años de edad se partió un par de dientes o se fracturó un hueso. Dicho lo anterior, si das por sentado que existe una fuerza de gravedad que tratará de atraerte y que sólo tu atención logrará mantenerte sobre la tabla, lejos de su influjo, patinar es una de las formas de desplazamiento más placenteras que puedan experimentarse.

Recuerdo que Salvador Novo hablaba en un ensayo sobre el papel de las velocidades de un avión, un auto y una bicicleta en la percepción del espacio en general, y de la ciudad en particular. Desde el cielo, nuestra capital es un reguero inabarcable de luces desperdigadas o un mapa de un templo en ruinas, pero finalmente es una proyección espectral en la ventana de tu asiento; desde el volante de un auto, el DF es un gran hormiguero donde cada habitante se pelea su propio derecho de paso contra todos los demás, que tratarán, por regla, de impedírselo. Pero es solamente a pie que la velocidad del peatón se sincroniza no sólo con las circunstancias contingentes de cada calle y cada barrio, sino con los rastros de la Historia y el paso del tiempo que sólo se perciben sin prisa.

2.

Durante los últimos meses he salido a patinar casi a diario. Había fantaseado con comprarme una longboard desde que una ola me estrelló contra la arena de la plataforma continental en una playa perdida de Colima, y la idea de surfear grandes olas quedó en entredicho debido a una lesión del hombro. Pero fuera de un breve periodo en patines durante la infancia, nunca tuve una patineta corta ni de ningún tipo. No sé si para los expertos contarán los días en que una tabla con ruedas y un pequeño volante coronaba las “Avalancha” de la mayor velocidad que podía experimentar un niño que aún no pudiera sostenerse en una bicicleta. Mi esposa me convenció y un domingo de primavera regresamos a casa con una flamante longboard Santa Cruz Shred Til Dead que yo no tenía ni idea de cómo utilizar. Con más fe que valor me lancé a las calles.

No patino para mejorar una técnica de exhibición, sino porque me relaja. No hago trucos a bordo, ni saltos espectaculares; comparado con otros patinadores que suelen encontrarme estorbándoles el camino, mis habilidades son muy modestas y las de ellos y ellas, asombrosas. Pero en mis paseos he encontrado que la velocidad promedio de las patinetas en la ciudad (sin pasar de unos 10 km/h, aunque en carretera y colina abajo pueden alcanzar los 80 km/h) se sitúa en un limbo intermedio entre la velocidad del peatón (~4 km/h) y el de las bicicletas (~16 km/h). Al patinar nos movemos mucho más aprisa que un peatón, pero no podríamos competir en velocidad con una bicicleta; sin embargo, la velocidad se compensa con una mayor flexibilidad para entrar o salir del tráfico, así como reaccionar a lo imprevisible del camino con mayor rapidez que cualquier otra cosa que ande sobre ruedas (de hecho, con el equipo adecuado y cierta habilidad, un patinador puede frenar como las mejores bicicletas).

Mis rutas psicogeográficas se modificaron rápidamente: los caminos usuales rumbo a mi casa, a la oficina o a casa de mis amigos, dejaron de ser espectáculos fijos en mi memoria y comenzaron a decidirse por un azar que sólo había experimentado en la deriva del andar a pie, una de mis actividades favoritas. No se trataba de un beneficio práctico en cuanto a medios de transporte, sino de volver dúctil y maleable una relación con la ciudad y el tránsito que la repetición y la rutina habían ayudado a fijar en mi mente. Sólo entonces me di cuenta de lo limitada que era mi apreciación de las distancias en este laberinto urbano que comparto con otros 20 millones de sujetos. Gané velocidad y creo que también un poco de perspectiva.

3.

Además de tener ruedas, tal vez lo único que tienen en común los autos, las bicicletas y las patinetas es que deben trazar su ruta sobre el asfalto de las calles, y cada uno de ellos se ve afectado de diferente manera por las imperfecciones del terreno. El encarpetado público y el pavimento son más o menos una porquería en cualquier parte de la ciudad (recuérdese que lenta, pero inevitablemente, el DF se está hundiendo en el pantano que sigue reclamando su lugar); baches, topes y divisiones azarosas sobre el asfalto, forman pequeñas e imperceptibles quebraduras en la superficie de las calles, como si se tratara de cascarones siempre a medio romper. La variedad de terrenos y sus dificultades o beneficios particulares fueron mis principales guías de estudio durante las primeras semanas en patineta. Como si fuera un rostro, la calle me ofrecía sus arrugas para tropezar por ellas. A medida que gané cierto equilibrio y pude acelerar un poco más, me di cuenta de que las calles no son tan diferentes de las olas que rompen en la playa: a bordo de una tabla, la calle y el mar presentan obstáculos y oportunidades siempre cambiantes, como una partida de póker donde las cartas del equilibrio y la velocidad se repartieran continuamente. Cabe recordar que las patinetas son una solución creada por surfistas californianos de finales de los 60 para poder surfear fuera del agua.

Surfear y patinar son actividades que no se dejan intelectualizar: se trata de permitir que el cuerpo responda dentro de sus límites y su habilidad a las exigencias del terreno. Pondría el énfasis, en mi caso, en las limitaciones y la importancia de conocerlas. Pero la gente que he conocido a bordo de otras patinetas (a veces son adolescentes de 17 o 18 años que se ven francamente preocupados por mi seguridad), me han enseñado que es más probable que uno se caiga cuando tiene miedo de caerse; cuando las precauciones y la seguridad se vuelven una obsesión, en lugar de proteger, amenazan.

4.

Entregarse a lo imprevisible permite sortear la tentación de controlarlo. El gato siempre está vivo y siempre está muerto. De una calle a otra todo el panorama se modifica, y el ejercicio del desplazamiento debe permitir la máxima flexibilidad para tomar decisiones sobre la marcha. Yo lo encuentro un ejercicio no sólo divertido, sino francamente refrescante.

Sé que un peatón de la vieja escuela, digamos, un Thoreau, un Baudelaire, incluso un Walter Benjamin, un Robert Walser, un Leopoldo Bloom o un Francis Alÿs hicieron de una cadena de pasos una forma de conocimiento y exploración de sí mismos, así como de la psicogeografía de las ciudades (que nos propondría bibliografía complementaria de Guy Debord, Georges Perec, etc). No vayamos tan lejos ni tan rápido. José Gorostiza tiene los Poemas para cantar en las barcas y Gabriel Zaid nos ha enseñado Cómo leer en bicicleta. Me gustaría pensar, pues, que el tipo de pensamiento y el tipo de intuiciones poéticas que pueden extraerse de andar en patineta son un tipo de experiencia particular que no debería representar un interés menor.

Twitter del autor: @javier_raya


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