Como muchos de ustedes (que probablemente sean cada vez menos), también fui muy reticente en aceptar la tendencia de las selfies. Mi punto de vista era tan radical que hasta me resistía a llamarles “selfies” y por un tiempo las llamaba despectivamente “autofotos”. En mi cabeza no cabía la idea del narcisismo narcótico y la validación social que implicaba tomarme una foto de mí mismo y publicarla en Instagram, Facebook, Twitter o ni siquiera, para mandársela a alguien más.
Una vez que superé mis pretensiones analíticas, me dí cuenta de que tal vez yo no me tomaría una foto de mí mismo pero, en realidad, sí me encantan tus selfies. No me importa si estás posando en algún viaje, en una fiesta o si sales en la foto con alguien de quien me puedan dar celos. Y esto es porque tu selfie ingenua en Instagram está disparando en mí un antiguo impulso biológico que comparto con toda la especie humana.
A otras especies de animales les gusta olerse el trasero o gritarse de árbol a árbol. Sin embargo, entre los seres humanos hay una larga historia y tradición cultural de vernos a los ojos, entrelazar miradas y alinear nuestras caras para que otras personas puedan reconocer nuestras emociones expresadas facialmente.
Incluso hay una región especial de nuestro cerebro dedicada a reconocer las caras.
Hace casi dos décadas la neurocientífica de MIT, Nancy Kanwisher, nombró las áreas de la cara que reconocemos el fusiforme facial (FFA) y lo publicó en un artículo. Fue una de las primeras partes del sistema visual del cerebro que los neurólogos identificaron con la función específica de reconocimiento. Kanwisher y su equipo descubrieron después que los humanos buscamos tanto reconocer caras que la FFA se activa incluso cuando vemos caricaturas. Otro estudio reveló que incluso los emoticones y los emoji pueden evocar una respuesta psicológica similar a ver una fotografía de la cara de la persona que te los mandó.
Este aspecto de la cognición humana es tan obvio que incluso estamos programados para reconocer caras en cosas, aspecto principal de la pareidolia, y hasta los no-humanos lo han notado (recuerda que tu perro o tu gato también pueden reconocer tus gestos faciales). Como te puedes imaginar, hay un montón de teorías acerca de por qué tenemos un diseño evolutivo para reconocer caras. Probablemente tenía mucho que ver con el reconocimiento de nuestros parientes, o para diferenciar a nuestros amigos de nuestros enemigos. El entendimiento de las expresiones faciales probablemente nos ayudó a trabajar mejor socialmente con otras personas, para hacer más fácil nuestra supervivencia. Tal vez reconocer una expresión facial que dice “¡No mames! Hay un león detrás de ti” era mejor opción que gritar y despertar al maldito león.
Toda esta divagación me sirve para explicar por qué me fascina cuando mis amigas de Instagram publican fotos de ellas mismas. En el momento en que observo sus caras, siento un destello de complicidad. Siento como que me están sonriendo o coqueteando a mí, o que esa cara tonta que hicieron sólo fue para mi entretenimiento. No importa si yo sé que esa persona tiene como 10 mil otros seguidores y probablemente le esté sonriendo a la persona que está detrás de su teléfono. Siento que hay algo que viene de un lugar que es más emoción que racionalidad. Es una de esas reacciones emocionales que son imposibles de controlar.
Por otro lado, mis respuestas instintivas también están determinadas por las condiciones de la modernidad y las tendencias, el “Si no puedes contra ellos, úneteles”. Pero no queda duda de que, a través de los selfies, cualquier persona puede disparar emociones positivas en mí. Tal vez esto significa que estamos ampliando nuestras capacidades empáticas mediante las redes sociales; ergo: las selfies terminan siendo la antítesis del egoísmo.
*Las chicas de las fotos son bien buena onda. Síganlas en Instagram.
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