Rockdrigo González: la leyenda rupestre continúa

Las ciudades suelen tener una banda sonora: imposible no pensar en jazz y Nueva Orleáns o en el tango y Buenos Aires. En el DF, el rock urbano ha contado desde hace varias décadas con una nutrida cantidad de seguidores; de entre ellos, la figura de Rockdrigo González permanece entre la leyenda y la ignorancia.

Como muchos chilangos, Rockdrigo llegó a la capital proveniente de Tabasco. Comenzó a trabajar como músico de bares luego de dejar la carrera de psicología en la Universidad Veracruzana. Trabajó con otras leyendas como Javier Bátiz, Jaime López, Roberto González o Alain Derbez.

El escritor José Agustín escribió una famosa reseña de una de las actuaciones de Rockdrigo, donde afirma triunfante: “Ya hay en México quien domine a la perfección la técnica, la cadencia y el ritmo junto con un talento para componer canciones que retraten nuestra realidad a la altura de nuestros grandes compositores como José Alfredo Jiménez o Chava Flores, no puedo más que decir que, de entrada, con Rodrigo González tenemos un rock más complejo, crítico e inteligente”.

Rockdrigo formó parte del Colectivo Rupestre, un temprano laboratorio de rock urbano que abogaba por un rock “pobre”, en el sentido de Grotowsky para el teatro; guitarras, armónicas, tal vez un teclado, pero nada de sintetizadores ni equipo con demasiada complejidad técnica: se trata de un rock que puede hacerse en cualquier momento, en cualquier lugar.

Esta actitud frente a la música y la técnica tiene que ver con que los músicos como Rockdrigo tocaban y siguen tocando en el transporte público como parte de su inserción laboral: el metro, los camiones y el ruido del trajín cotidiano son la instrumentación de la voz aguardientosa y expresiva del cantante urbano.

El Colectivo Rupestre dejó, entre otras joyas, el Manifiesto Rupestre:

No es que los rupestres se hayan escapado del antiguo Museo de Ciencias Naturales ni, mucho menos, del de Antropología; o que hayan llegado de los cerros escondidos en un camión lleno de gallinas y frijoles.

Se trata solamente de un membrete que se cuelgan todos aquellos que no están muy guapos, ni tienen voz de tenor, ni componen como las grandes cimas de la sabiduría estética o (lo peor) no tienen un equipo electrónico sofisticado lleno de sinters y efectos muy locos que apantallen al primer despistado que se les ponga enfrente.

Han tenido que encuevarse en sus propias alcantarillas de concreto y, en muchas ocasiones, quedarse como el chinito ante la cultura: nomás milando. Los rupestres por lo general son sencillos, no la hacen mucho de tos con tanto chango y faramalla como acostumbran los no rupestres pero tienen tanto que proponer con sus guitarras de palo y sus voces acabadas de salir del ron; son poetas y locochones; rocanroleros y trovadores. Simples y elaborados; gustan de la fantasía, le mientan la madre a lo cotidiano; tocan como carpinteros venusinos y cantan como becerros en un examen final del conservatorio…

Pero la historia de los rupestres –al igual que la historia de la ciudad– sufrió un grave revés el 19 de septiembre de 1985, cuando Rockdrigo falleció cuando el edificio en donde se encontraba colapsó durante el terremoto de más de 8 grados Richter. Rodrigo Eduardo González Guzmán tenía 35 años.

No muchas estaciones de metro pueden jactarse de tener su propio himno. Rockdrigo compuso “Estación del metro Balderas”, hecha famosa por El Tri, pero más que una canción hecha para celebrar un sitio de transporte, la estatua de Rockdrigo en la estación del transbordo de la línea verde y rosa, Balderas, está unida a la geografía simbólica de millones de transeúntes.


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