5 cuentos cortos mexicanos para leer durante la cuarentena

La mejor manera de pasar el rato cuando no hay nada más que tiempo en nuestras manos es leer; para que te inspires, aquí hay 5 cuentos cortos mexicanos.

 

El estado actual de las cosas en el mundo y en el país nos obliga a quedarnos en nuestras casas. Es necesario atender las indicaciones de los profesionales, y respetar la cuarentena para ayudar a contener la pandemia. Sin embargo, los días se estiran y se hacen largos, y es fácil perder la noción del tiempo. Pareciera que se nos acaban las actividades, y que cada vez es más difícil mantenernos entretenidos. Para lograrlo, es bueno variar nuestras rutinas y hacer cosas diferentes, para no caer en el letargo y la monotonía. Por ello, te brindamos 5 cuentos cortos mexicanos para leer durante la contingencia, para que te distraigas, reflexiones y viajes desde la comodidad de tu casa. A continuación, los textos íntegros:

Acuérdate, Juan Rulfo

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Fotografía de: Juan Rulfo

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y de daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre músicas y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahi te mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Solo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le querían dar muy caro los jitomates, pegaba de gritos y decía que la estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grandes, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos.

Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepache que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos, al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Solo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, de arrimó una paliza que por poco y lo deja paralítico, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, son oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.

Tú te debes de acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

El ciclo, Francisco Lerdo de Tejada

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Fotografía de: Juan Rulfo

—No estoy para ningún asunto que no se relacione con la boda —dijo a su secretaria don Melitón, al llegar a su elegante oficina, situada en el último piso del alto edificio del Paseo de la Reforma.

Se dirigió hacia su enorme escritorio de caoba y respiró profundamente el aroma del agua de colonia rociada diariamente, e hizo una pausa para, a través del amplio ventanal, admirar el panorama que ofrece la Ciudad de México en una tarde despejada.

Escudriñó por encima del escrito sobre el cual descansaban cinco teléfonos y un elefante de plata a manera de adorno, acomodó algunos papeles y apretó varios timbres para anunciar su arribo a los principales colaboradores. Por el interpone solicitó un vaso de jugo de naranja y aspirinas, con la vista fija en el cuadro de Schmill, recientemente adquirido, con ciertas dudas de que el monstruo allí representado fuese el retrato que el autor hubiese hecho de su alma.

Una vez sentado, comenzó a revisar algunas facturas de la próxima boda de su hija con un joven de apellido porfiriano, acontecimiento que prometía ser fastuoso.

La rolliza figura, el redondo rostro de piel morena y reluciente, los carrillos amplios y carnosos y principalmente los vivaces ojos negros, indicaban claramente su holgada situación económica.

De aquel bizarro adolescente, de figura enclenque que tan bravamente había combatido el despótico gobierno de Porfirio Díaz, no quedaba nada. Aquellas piernas deformadas por el caballo habían perdido su fuerza; las ropas de manta habían dado paso a la seda y casimires ingleses y los huaraches habían sido sustituidos por fino calzado americano.

Aquel terrible odio hacia la dictadura y las castas privilegiadas, minoría por cierto, que opulentas y poderosas vivían con insultante derroche de lujo, mientras las mayorías sufrían de la más absoluta miseria, había quedado en el olvido, lo mismo que el deseo de transformar a México en su estructura económica y social.

Ahora, su apariencia y su forma de vida correspondían a la del prominente hombre de negocios, relacionado con lo más granado de la política, banca, industria y sociedad, y gustaba de la buena comida, la buena bebida y toda clase de comodidades.

Revisaba los asuntos pendientes, cuando apareció la secretaria con el jugo de naranja y las aspirinas. Don Melitón suspendió la factura a fin de admirar a ese maravilloso ejemplar de mujer, de esbelta y cimbreante figura, de sedoso pelo castaño que caía sobre parte del rostro, pero son ocultar los grandes ojos azules, inquietantes y agresivos.

La secretaria, sabedora de lo glotón de placeres que era don Melitón, adoptaba poses provocativas, fingiendo naturalidad.

—Siéntese por favor, Paty, y comuníqueme de aquí con el señor Santos, el decorador —, solicitó amablemente don Melitón, con objeto de mantener cerca de él a su secretaria.

Patricia, por su parte, había sido la esperanza de sus padres, quienes hubieran querido siguiese la carrera artística de modelo, o bien empleada de Xóchitl o Rosa Murillo. Sin embargo, el casual encuentro cuando ella esperaba un pesero y Melitón leía su periódico en el asiento trasero de su Mercedes Benz, cambió la ruta de su vida. Aun cuando no la tenía bajo su sueldo, permanecía allí, tal vez en espera de alguna concesión, negocio o herencia.

Melitón, prendado de su belleza, le había ofrecido trabajo de secretaria, a pesar de que, como taquimecanógrafa no era ninguna maravilla; sin embargo, era muy útil para arreglar asuntos y conseguir clientes que los expertos daban por perdidos.

—Ya está el señor Santos al teléfono.

—Bueno. ¿El señor Santos? …Habla De Garduño. Estoy muy molesto con usted, ya que quedó de decorar el Palacio de Minería para el banquete a un precio determinado de antemano y estuve de acuerdo; sin embargo, al examinar la factura, encuentro una adición de veinticinco mil pesos… A mí me tienen sin cuidado sus cálculos. Si se equivocó, es problema suyo y no mío. Yo convine en pagar doscientos cincuenta mil pesos y no estoy en condiciones de erogar un centavo de más —, manifestó con energía al tiempo de descargar dos manotazos sobre el escritorio y su rostro adquirir un tono violáceo. Escuchó durante varios segundos las razones del decorador y en forma violenta colgó el auricular.

—¡Son como pirañas! En cuanto cae en sus manos un cliente de dinero, quieren devorarlo y exprimirlo. He gastado mucho dinero extra porque mi situación económica es bien conocida. Ni modo, pues la boda tiene que hacer época. Paty, ¿ya recibieron la lista que el Duque de O’Tranto quedó de enviar?

—Ya lar recibimos y se están rotulando los sobres de las invitaciones.

—Cheque usted, por favor, que no se vaya a excluir a nadie. Llame a los hoteles Hilton y María Isabel para que alojen en las mejores habitaciones a mis invitados del extranjero y dígales que después me envíen las facturas. Antes, por favor, dígale a Ramírez que trate de hacer contacto con nuestra avioneta enviada a Belice, ya sea por radio o por teléfono, a fin de obtener informes sobre las bebidas, pues ya estoy nervioso pensando que no puedan llegar a tiempo.

La muchacha se levantó de la silla y, contoneándose con paso lento y provocativo, se dirigió a la puerta.

Melitón se levantó también de su escritorio y caminó hasta el librero. Apretó un botón casi secreto que abrió automáticamente los libros simulados, dejando al descubierto una cantina con botellas, vasos, refrescos y una hielera. Sacó un vaso y, después de colocar dos hielos, vertió un poco de escocés, encendió la frecuencia modulada del aparato de radio y se sentó al lado de la mesa de juntas a beber.

Apareció nuevamente la secretaria con buenas noticias de la tripulación e hizo que Melitón sonriera abiertamente y adoptara una postura cómoda, con los músculos relajados.

—Don Melitón, ¿el vestido de novia se pagará directamente en París? ¿Debemos enviar el dinero por giro postal?

—Ya le di instrucciones a Padilla respecto a ese asunto. Estoy agotado, Paty, y eso que faltan dos semanas para la boda —, dijo con calma, mientras tomaba entre sus manos una de las elegantes invitaciones. Luego leyó el texto y, cuando llegó a su nombre, lo deletreó calmadamente. “Melitón de Garduño”; una vez más lo repitió de corrido en voz alta, recreándose en la elegancia adquirida por el “de”, preposición y sugerencia genial de un empleado, que le daba una especie de distinción, ya que Melitón Garduño, a secas, sonaba muy vulgar.

De la calle llegaba un murmullo de gritos lejanos y, aprovechando la presencia de Patricia, Melitón le pidió se asomase a averiguar la causa.

Patricia caminó hacia la ventana, aprovechando la ocasión de ser admirada. Cuando hubo llegado, se reclinó para tener mejor visibilidad y mostrar sus amplias caderas y gruesas piernas en postura incitante, en tanto que el jefe, moviendo el paso que soportaba en su mano, daba rienda suelta a su imaginación.

—Mire don Melitón, son los granaderos que disuelven una manifestación de estudiantes que se dirigían al centro. No alcanzo a distinguir los letreros de los cartelones —informó un tanto emocionada Patricia.

—¡Con un carajo! ¿Qué piensa el gobierno que no toma medidas drásticas con estos comunistas alborotadores? —Masculló molesto don Melitón, derramando el contenido del vaso con un movimiento brusco e inconsciente, tal vez por el presentimiento de otro movimiento armado como aquel en que participó cuando era joven, combatiendo a una minoría que vivía henchida de riquezas y prosperidad, a costa de la opresión, miseria e ignorancia del pueblo.

Toros del rodeo, Raúl Noriega Sandoval

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Fotografía de: Sasha Gusov

El General, tan aficionado a los toros como era, y no conforme con dominar el medio taurino, tener su plaza y jugar con los toreros como si fueran soldaditos, no podía dejar de ambicionar una ganadería de reses bravas. Mediante ventas obligadas y regalos obligados, la fundó.

Pasó un tiempo y así pudo ir viendo desarrollarse a sus “bravos”. Todo era halagos de amigos y empresarios.

—¡Qué estampa!

—¡Qué finos!

—Estos serán los Miuras Mexicanos.

—No habrá quién se les ponga enfrente.

El General, henchido, les decía:

—Vengan nada más. Échenle un vistazo a estas notas de tienta. Ya verán cuando los presente.

Por fin llegó el día del anhelado debut de la ganadería; el público, que odiaba a tirano, llenaba los graderíos, con la secreta esperanza de que fracasara la mentada ganadería, y desquitarse en la plaza, en parte, de lo que no podía hacer fuera de ella.

Sonó el clarín, dando entrada al primero de la tarde. Anhelante. Babeó las tablas y paróse. El “Tabaco” salió a correrlo; el toro, apenas le vio venir, huyó como asustada oveja a refugiarse al otro lado del ruedo; persiguióle y el animal corrió despavorido por toda la plaza.

La gente pateaba de gusto; iban resultando las cosas tal como se lo desea.

El matador, para evitarse futuras represalias, hizo lo posible por sujetarlo. Nada. Manso perdido. La rechifla iba en aumento. Los caballos salieron a perseguirlo y, tras enormes esfuerzos, alancearon al animal, cercado contra las tablas y tapándole la salida.

El Juez suspiró, había tomado una vara. Según el reglamento, no tenía que devolverlo. ¿Quién se hubiera atrevido a devolver al corral, por manso, a un toro del General? Este, molesto masticaba su puro.

—Quién sabe qué pasó. A lo mejor algo le hicieron.

—O sus enemigos lo enyerbaron, mi General.

Un pistolero habló:

—Yo no me he movido de la corraleta en toda la noche.

—Ahorita con las varas va a aflorarle el buen estilo, mi General. No se preocupe.

El buey, con pinta de toro bravo, fue despachado por el matador en turno, de la mejor manera posible, para no desagradar al General.

El segundo, igual. El tercero, devuelto al corral; el “sobrero”, brincó la barrera cuatro a cinco veces. El cuarto, no hubo quien lo moviera de la puerta de toriles, donde se aculó.

La gente gozaba de lo lindo. Le mentaba la madre al General, al Juez de Plaza, a los peones, a la Empresa. El ruedo parecía un muladar con la enorme cantidad de basura y objetos que el público había arrojado. En las alturas, las fogatas lanzaban siniestros reflejos.

En el palco del General, no se oía un ruido. A sus allegados ya les dolían las nalgas de las duras sillas, pero no osaban moverse. Las gargantas resecas, pero nadie se atrevía a pedir una cerveza o un coñac; un detallo así podía desencadenar la ira irrefrenable del General, que miraba impertérrito lo que sucedía en la arena, mientras pensaba en quién hacer recaer la culpa del ridículo que estaba sufriendo.

—Ahora van a ver, este es mi gallo —masculló, lívido de coraje.

Quinto de la tarde. Una pinta imponente, corniabierto, negro listón, respondía al nombre de “Jabato”, pero era manso de solemnidad. No tomó ni un capotazo; los caballos le perseguían como si se tratara de un torneo. No se le pudo picar. Hozó las basuras y, finalmente, se echó con placidez a media plaza.

El público, enloquecido, se lanzó al ruedo. El bovino ni caso hacía; lo coleaban, le pateaban; ni siquiera se defendía; cuando mucho, emprendía un trotecillo.

En la penumbra del palco del General, este estaba a punto del paroxismo del coraje. Eso se lo estaban haciendo a él, a él…

—¿Dónde está Julián? —, gritó.

—Aquí, mi jefe.

—Que entre la policía al ruedo y me saque a toda esa cabrona chusma a culatazos. Tú, Pepe, vas por el Juez y te lo llevas a encerrar; de paso le dan una “calentadita”, él tiene la culpa de todo.

—Sí, mi General.

El mayoral se escurrió por el callejón; por menos lo mataba el General.

En ese mismo instante, “la Porra”, un grupo de aficionados de la peor ralea, abría una canasta que parecía contener comida; envuelta en un blanco mantel con palomitas bordadas, aparecía una lata de gasolina de cinco litros.

—Como les dije, muchachos. A ti te toca.

—Bajas, negro.

Cuando la policía, en medio de una lluvia de almohadillas y vasos conteniendo orines, intentaba despejar el ruedo a macanazos y golpes de máuser, se oyó un crepitar. Como una aparición demoníaca, vióse venir un enorme toro en llamas, que embestía, corneaba y daba coces. Los ojos, aún con vista, buscaban en quien descargar su furia y dolor. Esbirros y chusma corrían despavoridos, lanzándose de cabeza a las tablas.

Se va contra la barrera, estrellándose en ella con inaudita fuerza, se astilla en los pitones y continúa corneando, levantando las tablas. Siente que por allí no hay salida y corretea por el ruedo, mugiendo lúgubremente, seguido por el chisporroteo y un espantoso olor a fritangas.

La canalla ha tomado coraje otra vez y le arrojan las tablas de la barrera y botellas.

La sanguinolenta masa de fuego corre de lado, para atrás, gira, se retuerce y el humo que exhala parece que le diera propulsión.

Ciego ya, se estrella una y otra vez contra la puerta del toril, tratando de escapar a su horrible suerte. Cornea desesperado, rompiéndose los cuernos hasta las cepas y, aun así, sigue golpeando con la testa, con la esperanza de huir. De los orificios de los cuernos mana abundante sangre, que ahuyenta las llamas que salen del testuz.

Algunos hacían por no ver, pero veían las grandes úlceras humeantes del toro asado vivo; en enormes trechos la piel había desparecido, mientras los tejidos, tendones y músculos palpitaban y se requemaban.

La multitud le sigue a respetuosa distancia en enorme algarabía. Dobla y hace un esfuerzo por levantarse. No puede más.

De pronto, se oye una reventazón: vuelan tripas y masas musculares por todos lados. La gente que lo rodeaba corre sacudiéndose la ropa y gritando de gusto.

—¡Órale! Un taco de barbacoa.

Alta cocina, Amparo Dávila

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Fotografía de: Sergio González

Cuando oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de todo a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.

Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los venían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.

En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos, y con más frecuencia si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el paltillo.

Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparad y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.

A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían, y me siguen aún, a todas partes.

Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.

Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daba una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.

Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas…

Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.

La oveja negra, Augusto Monterroso

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Fotografía de: Juan Rulfo

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Si buscas literatura más antigua, no te pierdas el mito mexica de la creación del sol y la luna.

*Imagen destacada de: Juan Rulfo