Siempre me ha gustado leer el prólogo de los libros al final de la lectura esencial. Esto porque independientemente de si la redacción es neutral o no, en este apartado el prologuista alude comentarios majestuosos sobre el autor bajo un juicio estético propio, y esto de cierta manera le da estructura a nuestras primeras impresiones antes de comenzar a indagar la lectura. Es algo parecido a lo que pasa hoy en día cuando leemos reseñas literarias en blogs antes de acudir a la obra: cierta influencia o estado de premeditación se genera en la opinión. Tal vez por practicidad o mera curiosidad ansiosa sea bueno utilizar internet para estos casos, sin embargo, resulta una acción meramente estéril cuando ya no se es capaz de dar el segundo paso, como buscar la lectura en bibliotecas, librerías o si quiera pdf.
¿Cuántos libros fingiste leer el año pasado? ¿Cuántos no terminaste o en cuáles te quedaste, incluso, en el prólogo? Hay un vórtice de evasivas que impiden tomar un libro y mucho de culpa existe en la costumbre de no fabricarnos, precisamente, esa costumbre de darle un tiempo a la lectura como rito primordial en la vida diaria. Y es uno de los grandes puntos a favor que obtienes sólo cuando visitas una biblioteca:
La costumbre hedonista de dar un paseo por los laberintos de anaqueles que huelen a misterio, en busca de quimeras metafísicas que alimenten no solo a la mente, también al espíritu. Pasear por sus jardines templados o descansar la mente del incendio social entre sus sillones silenciosos. Experiencias como estas no son precisamente las que se engendran cuando lees dentro del mundo virtual, sobre todo porque con un gadget en mano, los agentes de distracción aumentan exponencialmente. No hay duda que a las innovaciones tecnológicas les debemos mucho; el problema viene cuando no somos capaces de controlar la revolución tecnológica y ella nos controla a nosotros.
Por todo ello y más aún, por conservar nuestros bellos recintos públicos que albergan el conocimiento de nuestra nación y poco más, es necesario saber que México posee alrededor de 400 bibliotecas que podemos visitar tan sólo en el Distrito Federal, de las cuales aproximadamente 8 son algunas de las más importantes del país. Ya sea por su vasto material o sencillamente por su arquitectura poco usual, las bibliotecas públicas de la ciudad son un espacio de abstracción que puedes utilizar para fortalecer el hábito de la lectura.
La Biblioteca Nacional de México, verbigracia, es una excelente opción para hacerlo. Su colección de libros data a 1 millón 250 mil volúmenes, el máximo acervo bibliográfico del país. Fundado en 1867 por el entonces presidente Benito Juárez, este imponente espacio ha permanecido vigente tras 80 años de respaldo de la Universidad Nacional Autónoma de México y se ha encargado de preservar y organizar material de la memoria del país, que por sus ejemplares limitados requiere de cuidados exclusivos.
Existe también la Biblioteca de México José Vasconcelos y la Biblioteca Vasconcelos, que son lugares distintos. La primera está ubicada en la Ciudadela y fue dirigida desde 1946 por el mismo Vasconcelos hasta su muerte. Actualmente cuenta con cinco bibliotecas personales con acervos especializados, una sala especial para personas con discapacidad visual y una hemeroteca.
La segunda es nada menos que la fascinante creación del arquitecto coetáneo Alberto Kalach, una especie de recinto sci-fi construido en medio de un jardín surrealista en Buenavista. Pareciera que esta biblioteca alberga más ejemplares de flora que de libros (60 mil especies, para ser exactos); sin embargo, fue inaugurada hace apenas 9 años, así que aún podemos esperar que se encuentre a la altura de la Ciudadela en un par de décadas.
Sin duda no podemos olvidar visitar la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México, postrada precisamente en las instalaciones de la máxima casa de estudios (CU). Además de ser una linda experiencia recorrer los campos de las facultades, este recinto alberga un acervo de 428 mil volúmenes en la colección general y 70 mil volúmenes en la colección histórica. Y es de esperarse encontrarte con máximas joyas filosóficas y otras fundamentales de la literatura. La arquitectura igualmente es bella y su nacimiento data a 1950.
Pero no sólo la UNAM posee un grandioso catalogo; la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Universidad Iberoamericana es también contemplada como una de las más vastas. Posee un acervo de cerca de 700 mil volúmenes, de los cuales 70 mil de ellos son libros antiguos y raros y otros 39 mil, fondos documentales. Estas cifras la posan en la escuela privada como la mejor biblioteca del país, y por si fuera esto poco, la institución cuenta con convenios de préstamo interbibliotecario con universidades nacionales y extranjeras, lo cual permite la consulta en línea de libros de diferentes partes del mundo. Cabe destacar que los recintos de estas universidades abren sus puertas para cualquier persona que no necesariamente esté inscrita en sus respectivas academias.
Un par de bibliotecas más se pueden destacar en el DF: el Archivo General de la Nación: Palacio de Lecumberri, inaugurado por Porfirio Díaz en 1900, o la reciente Biblioteca infantil y juvenil de Mixcoac (BS), ubicada en una antigua casa remodelada y adaptada como un centro de cultura. No está de más resaltar que todas han tenido que “modernizarse” frente a la invasión tecnológica, por lo que al menos los servicios de consulta en línea y las salas multimedia parecen estar a la vanguardia.
Tomando en cuenta la cantidad de gadgets que ahora existen para la búsqueda de información en la web, comenzar a abandonar las bibliotecas era cuestión de tiempo. Sin embargo, hay un vicio peligroso aún más profundo que el de culpar a la tecnología por ello, y es el de tomar la información virtual con superficialidad. En internet estilamos, más bien, agarrar pellizcos de ideas sin conocer los fundamentos y volverlas una experiencia propia —He aquí la importancia de no olvidarnos de estos sublimes lugares que estimulan la imaginación.
Sin darnos cuenta, hemos dejado de acudir a la biblioteca por el mero vicio banal de conocer en cantidad y no en calidad y cuidado, eso podría considerarse una enfermedad (una de esas innumerables que ha provocado internet).
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