La ciudad de México, capital del surrealismo vivo

Es difícil explicar, siquiera imaginar, la cantidad de ingredientes que convergen en la identidad cultural del DF. Un pulso cuasi-mágico legado por sus habitantes originales, profundamente ajeno a los preceptos occidentales, y caracterizado por un esoterismo embriagado en salsa picante. Un intenso proceso sincrético que marcaría de manera indeleble la cartografía originaria de creencias y tradiciones. Elementos meteorológicos y metafísicos, fantasmas y arbitrariedades, son sólo algunos de los actores que participan en esta danza.

De forma cotidiana el DF se debate entre el caos y el folclor, entre lo onírico y lo espeluznante, entre las sábanas orgiásticas que guarecen a vagabundos, oficinistas, plantas sagradas, maniquíes y organilleros, a brujos, sirenas y aromas fermentados. Del slang pachuco a la rítmica del náhuatl; del campesino orillado a lo urbano al burócrata que inhala pasivamente su dosis diaria de smog; del tragafuegos a la ama de casa; del rosa nómada de los toldos de un tianguis al inapelable hundimiento de sus edificios y monumentos; de sus sonidos endémicos a los taxistas juglares; del bullicio de sus decenas de mercados al inesperado contraste arquitectónico que pareciera minuciosamente dispuesto para quebrar la armonía visual; así va la ciudad de México desenvolviéndose, siempre viva y jamás ordenada.

Independientemente de las especulaciones o premisas sociológicas que podamos animar, lo cierto es que la ciudad de México exuda surrealismo. Por esta razón, que en su caso responde a un cúmulo de cualidades accidentales, históricamente ha cautivado a miles de personas que gustan del traslape de realidades que aquí se gesta, que aprecian su improbable belleza.

Para reforzar esta idea, parece pertinente referir a ese cliché de la memoria colectiva que enarbola a México, y en especial a su capital, como un destino favorecido por figuras como Breton, Buñuel, Dalí o Jodorowsky, por Burroughs y por Kerouac. Y es que esta veta surrealista de la urbe es proporcional a su magnetismo. A fin de cuentas hemos comprobado que ese hipnótico desconcierto genera un caudal de cautivos, muchos de los cuales amenazan sistemáticamente con abandonar esta urbe, pero pocos lo hacen –en todo caso, muchos menos de los que deciden llegar para jamás volverse.

Pero contrario a lo que muchos pensarían, esa estética aural que emerge de un azar identitario no resulta del simple desorden o permisividad. En realidad pareciera que, lejos del burdo fárrago, en la ciudad de México existe un contrato social, unánime y estrictamente respetado. Sólo que en este caso, a diferencia de prácticamente cualquier otra ciudad en el planeta, y contrario a lo que ocurre en otras capitales, por ejemplo las escandinavas, aquí el contrato se concertó con el caos. Y tal vez precisamente ahí se originó el fascinante fenómeno de una urbe como lienzo surrealista, en esa incierta magia que sostiene un lugar que está siempre al borde del colapso, pero jamás cae: un sortilegio que, por cierto, privilegia la estética ambiental por encima de las leyes de la física y la razón.

Twitter del autor: @ParadoxeParadis

 

Algunos epicentros del surrealismo defeño:

La Merced, sus habitantes y sus alrededores

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Tepito, un barrio bravo y transdimensional

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El monumento al perro callejero

 

El mercado de Sonora

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La virgen pareidólica del metro Hidalgo

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Las pulquerías

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