Es muy probable que hayas escuchado mencionar el término “ciudad inteligente”. Dentro del slang del nuevo urbanismo es un concepto fundamental que define a aquellas ciudades que, básicamente, están acertando en su manera de responder a los retos actuales.
El crecimiento demográfico, la transformación de los hábitos sociales y factores naturales como el clima, han dibujado nuevos retos para una ciudad. Y frente a esto se han diseñado diversos modelos que intentan responder a dichas interrogantes con el fin de que las ciudades funcionen mejor, lo cual, a fin de cuentas, debería traducirse en una mayor calidad de vida para sus habitantes.
Pero además de que suena bien, este término alude a un concepto cuidadosamente pensado para incluir los aspectos determinantes de las ciudades y luego calificar si podrían considerarse, o no, como “ciudades inteligentes”.
De acuerdo con el reconocido especialista en estrategias urbanas Boyd Cohen, una ciudad inteligente se define a partir de su desempeño en los siguientes rubros:
Movilidad: gozar de un modelo de transporte rápido, accesible y efectivo.
Gobierno: con autoridades que administran y organizan el correcto funcionamiento.
Economía: ser económicamente sana (productiva y eficiente).
Medio ambiente: operar de forma medioambientalmente sustentable.
Formas de vida: ofrecer recursos culturales, espaciales y sociales para acceder a un estilo de vida grato.
Personas: contar entre sus habitantes a personas creativas, productivas y comprometidas.
Pero si crees que por llegar ahí ya estás en la vanguardia del urbanismo contemporáneo te equivocas, ya que recientemente se han revelado cualidades complementarias que van más allá de la “inteligencia urbana” y que apuntan a la sensibilidad (no sólo al funcionamiento óptimo). Y en este sentido al parecer lo más deseable sería alcanzar una ciudad sensiblemente inteligente, un concepto que hoy forma parte de la utopía hacia la cual todos los que vivimos en una urbe debiéramos apuntar.
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