La emoción tan particular que nos abruma al observar un arcoíris en la ciudad.
Pocos fenómenos naturales son tan populares como el arcoíris, diferentes culturas han sucumbido ante su poder de seducción creando mitos que convergen y se bifurcan. Desde los escandinavos hasta los asiáticos han creído que al final del arcoíris es posible encontrar un tesoro, ya sean lingotes de oro resguardados por un duende, o el camino tortuoso que aparece en el mito Bifröst, hasta la leyenda de la Nüwa, la diosa que decidió reparar el cielo con ladrillos de colores. La alegoría es obvia: la promesa de tiempos mejores ante un panorama en mayor o menor medida adverso.
Sin duda, su magnetismo es tal que es considerado un puente entre la poesía y la ciencia, aún para especialistas como el físico brasileño Moysés Nussenzveig. En el arcoíris convergen la ciencia óptica con la mitología, el color con la forma, y aunque en cualquier escenario este fenómeno es delicioso, lo cierto es que en las grandes ciudades, por ejemplo la capital de México, el arcoíris actúa como un precioso recordatorio de que la naturaleza, a fin de cuentas, cobija aún las concentraciones urbanas más grandes y complejas.
La aparición de un arcoíris nos regresa a esa curiosidad primigenia que teníamos cuando niños y que nos lleva a preguntarnos, cómo alguna vez lo hicieron los primeros humanos, sobre el origen de los fenómenos naturales. Y en la actualidad una de las formas más pertinentes de enfrentar esa interrogante. Responder al por qué aparecen tan bellos arcos cuando las gotas de agua difunden la luz del sol, ocurre a través del acto de fotografiarlas.
Hoy todos somos potenciales fotógrafos, sobretodo en las ciudades, y las fotografías sirven para explicar no sólo los matices de luz que la cámara capta, sino también posibilita adentrarse en el laberinto de la imagen y la óptica geométrica.
La Ciudad de México destaca por ser una urbe particularmente escénica. El hecho de estar abrazada por una serie de galantes montañas (las cuáles puedes ubicar aquí) y adornada con un par de espectaculares volcanes, hace de ella un escenario incomparable.
Tal vez por eso cuando la antigua Tenochtitlan se pinta con estos arcos coloridos ocurre algo fastuoso, algo que fácilmente puede robar el aliento a muchos de sus millones de habitantes, aún si se encuentran sumergidos en medio del caos cotidiano o el frenesí propio de las sociedades contemporáneas.
Ver un arcoiris en la ciudad es un respiro automático, un canapé de las deidades de la naturaleza, un recordatorio frontal de que no estamos solos y que por lo mismo debemos hacernos responsables de eso que nos rodea; se trata de un destello esperanzador, un hilo conductor entre todos los habitantes que, ojalá, nunca dejemos de agradecer.
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