Roberto Bolaño, una de las mejores caracterizaciones de la Ciudad de México en su forma contemporánea la hizo un chileno.
Las ciudades en la literatura comenzaron a dejar de ser meros escenarios para convertirse en personajes activos de la trama narrativa solo en una época que podríamos llamar moderna. La obra de Jame Joyce, por ejemplo, no se puede comprender sin la incidencia de Dublín y sus peculiaridades, y lo mismo puede decirse de novelas como Berlin Alexanderplatz (1929) de Alfred Döblin o Manhattan Transfer (1925) de John Dos Passos, ejemplos que junto a otros no menos importantes pertenecen a una época en que el desarrollo de las grandes metrópolis fue tal, que de alguna manera se construyó paralela e inevitablemente una identidad definida, diferenciada. De ahí la posibilidad de presentarse bajo la forma de una presencia, un otro que aun siendo espacial, por dichas características es susceptible de generar una relación, moldear a individuos y sociedades de cierta manera y no de otra –como sucede, de hecho, con otras personas.
En el caso de la Ciudad de México, sin duda la obra capital de esta forma de hacer de la urbe un personaje decisivo es La región más transparente, de Carlos Fuentes, novela publicada en 1958 y en la cual su autor volcó recursos aprendidos y tomados del propio Joyce y Dos Passos. Con todo, es posible señalar un momento literario anterior y, no por casualidad, coincidente en tiempo con los escritores de las primeras décadas del siglo XX, en el que la ciudad también es un personaje, quizá no con la intensidad con que aparece en la narrativa de Fuentes pero igualmente imprescindible: La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, de 1929. Aunque su trama es esencialmente política, la ciudad tiene una preminencia insoslayable en el discurrir de sus hechos, como si estos además de no poder sucedes más que aquí, tuvieran como condición indispensable contar con la complicidad del espacio mismo. Esta importancia se presenta ya desde el inicio de la novela, cuyo primer párrafo es este:
El Cadillac del general Ignacio Aguirre cruzó los rieles de la calzada de Chapultepec y vino a parar, haciendo rápido esguince, a corta distancia del apeadero de “Insurgentes”.
En esas primeras páginas ocurre un recorrido por la calles del Centro Histórico y la colonia Condesa que culmina, bellamente, en la Colonia del Valle, donde el general Aguirre pasea con Rosario, su amante:
Esa tarde, para simular lejanías espirituales, su gran recurso fue el espectáculo de las montañas. La enorme mole del Ajusco se alzaba frente a ella, en el fondo del valle, a gran altura por sobre los arbolados y caseríos distantes. Mientras hablaba Aguirre, miraba Rosario a lo lejos… Estaba el Ajusco coronado de nubarrones tempestuosos y envuelto en sombras violáceas, en sombras hoscas que desde allá teñían de noche, con tono irreal, la región clara donde Rosario y Aguirre se encontraban. Y durante los ratos, más y más largos, en que se cubría el sol, la divinidad tormentosa de la montaña señoreaba íntegro el paisaje: se deslustraba el cielo, se entenebrecían el fondo del valle y su cerco, y las nubes, poco antes de blancura de nieve, iban apagándose en opacidades sombrías.
La ciudad, se convierte entonces, en una presencia múltiple con la cual es posible establecer un diálogo, una suma de significantes que hablan, que llaman y evocan, ante los cuales es imposible permanecer indiferente.
Esto, sin embargo, es un testimonio de otra época de la ciudad, una que ahora miramos con la misma nostalgia de una fotografía que retrata a nuestro abuelos en su juventud, a nuestros padres antes de ser tales, a nosotros mismos cuando éramos niños. ¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Cuál sería la imagen literaria de una ciudad más cercana a nosotros y nuestro tiempo?
Inesperadamente, una de las mejores caracterizaciones de la Ciudad de México en su forma contemporánea la hizo un chileno, Roberto Bolaño, quien en Los detectives salvajes la incorporó al dramatis personæ de su narración. Como en ciertas tradiciones místicas, fue un extranjero quien nos mostró aquello que como locales escapaba a nuestra vista, por tenerlo demasiado cerca. De inicio a fin de la novela, desde las dudas que como estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras que el adolescente García Madero vuelca en su diario personal, hasta el improbable encuentro entre Ulises Lima y Octavio Paz en el Parque Hundido –sin olvidar otros episodios memorables como el acorralamiento de Carlos Monsiváis por parte de Mario Santiago Papasquiaro y Ulises Lima en el baño del Sanborns de San Ángel o la pelea que suscita Piel Divina cuando baila con otro hombre en un bar de mala muerte–, la Ciudad de México en Los detectives salvajes es, más que un vehículo de los hechos narrados, de nuevo, como en La sombra del caudillo o La región más transparente, un personaje que acompaña a los otros personajes, que está ahí a veces como testigo y otras como protagonista, cómplice de aquellos que consiguen seducirla y conquistarla, volverla parte de sí, de sus correrías nocturnas y la resaca del día siguiente, como la amiga improbable que nunca se niega a seguirnos el paso.
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